lunes, enero 18, 2010

Güevos.

EN UNA FAMOSA fotografía de Héctor García (1925), observamos a un muchacho, parado en el filo de la acera, es decir sobre la banqueta, que al advertir la mirada del fotógrafo le pinta “güevos” a la cámara. Quizá sin desearlo, la fotografía de García inaugura una costumbre que hasta el día de hoy sigue presente y que puede observarse tanto en las miles de fotografías que se suben a medios como Facebook, o que aparecen en la sección de cultura de los periódicos (p.e. Gabriel García Márquez o el Subcomandante Marcos).
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Una seña popular que unifica clases sociales —recurso de los desprotegidos para paliar la desesperanza y gesto intrépido de figuras encumbradas de la cultura o la política (que se acepta como un chispazo de creatividad o malicia) —, consiste en que las falanges de las manos se doblen en ángulos de noventa grados, ocho en total (desde el dedo índice hasta el meñique), y que las yemas de los dedos índice y pulgar se toquen delimitando un espacio entre ambos. De esta forma la mano se convierte en güevos, y mediante un movimiento que va de abajo hacia arriba se pintan “cremas”, “caracolitos”, o, como ya se dijo antes, “güevos”.
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¿Por qué se “pintan güevos”? ¿A qué mecanismo obedece la transformación y el movimiento de la mano que lo mismo puede expresar desacuerdo, valemadrismo o valor? Si aceptamos que la mano transmuta en testículos, las dos glándulas masculinas que producen el semen, la señal significa que el valor está siempre dispuesto, que se muestra, que se comprueba. A una mirada retadora se responde con un “güevos, puto”, es decir, qué te traes, de qué se trata, cuando quieras. Cuando se manifiesta desacuerdo ante alguna propuesta que no nos convence decimos “güevos”; cuando somos testigos de algo que nos asombra también exclamamos ¡güevos! Si la palabra chingar admite varias acepciones, “güevos”, como seña, admite también diferentes usos, de acuerdo al énfasis del gesto o de la situación dada.
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En decenas de miles de álbumes fotográficos deben de existir pruebas que registran los procesos de las borracheras, que se toman como pretexto para congelar en el tiempo señas obscenas. Los mejores ejemplos de civilidad y educación en materia de arte fotográfico son aquellos donde un padre de familia anima a su hijo, preferentemente menor de tres años y con chupón en la boca, a pintarle güevos a la cámara, cultivando, desde ese instante, la costumbre de expresar su sentir mediante la mano transformada en testículos.
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El albur como artificio del lenguaje transforma la palabra en otra cosa, en algo oculto que sólo es visible a ojos de un grupo de iniciados que comprenden el código. Lo mismo ocurre con las señas o ademanes, aunque el mantener levantado el dedo medio, es decir, erecto, parece ser un gesto universal, no así los güevos, eminentemente mexicanos.
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Fotografía de Héctor García, tomada de Historia de la Ciudad de México, Fernando Benítez, Salvat.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

buenísimo,
brenda de coyo

quandahoak dijo...

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