miércoles, agosto 29, 2007

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Había taxis llamados coral. Fue una linda época, sin lugar a dudas. Aunque quizá mi vejez sea la culpable de observarlo todo a través del cristal de la nostalgia. O quizá no sea yo tan viejo, sino sea mi enfermedad la culpable de haberme arrebatado una parte de la vida. Taxis color coral. Alguna vez me subí en uno. El chofer cobraba la tarifa a partir de un número marcado por el taxímetro que luego comparaba en una tabla donde se indicaba el costo del traslado. Antes de entrar al hospital ya no circulaban más por la ciudad. Desaparecieron con la llegada de los compactos color verde, por ser ecológicos. Verdes por la ecología. Verde el pasto, verdes las hojas de los árboles y las selvas vistas desde el aire. Sólo por eso les llamaron ecológicos. Observé muchísimos arrojando humo. Ahora no sé si la ciudad ya sea más limpia. Quién sabe. A lo mejor sí lograron disminuir la contaminación. Desde la ventana de mi cuarto alcanzo a ver unos viejos ahuehuetes y el cielo se ve azul. Pero el hospital está sobre la carretera y en las afueras de la ciudad la contaminación no es tan perceptible. Acá no suenan los cláxones, ni rugen los escapes. Extraño el agudo timbre del rechinido de los frenos. De esos ruidos que desde niño me arrullaban, porque vivía sobre una avenida más o menos concurrida. También desde la gran ventana del cuarto piso se veían dos árboles. Enormes. Históricos, de esos que si hubieran hablado, habrían contado la historia del barrio. Pero se cayeron de viejos, por los fuertes vientos de una época que ya no recuerdo. El primero sobre un respiradero del metro con forma de caseta de dos aguas. El otro aplastó un viejo coche, creo que Fairmont o algo así. Los bomberos llegaron las dos veces. Sobre ese prado ya no crecieron jamás otros árboles. Detrás de la caseta del metro los borrachos se orinaban o cagaban. El olor era asqueroso, insoportable.


Eso estaba cruzando la avenida. Jamás conocí a las personas que vivían en frente. La avenida era una zanja divisoria, una cicatriz llena de coches y hoyos. A pesar de eso, recuerdo pocos atropellados. En el edificio donde vivía tampoco pasaron cosas extraordinarias. Un par de muertos. O tres. Vecinos que se murieron de viejos, solos y acabados detrás de una serie de puertas que nunca observé abiertas. Pero sí vi los bultos negros que descendían por las escaleras sobre una camilla. Los cuerpos de los fallecidos, rumbo al velatorio. Hubo dos lanzamientos. Muebles viejos y carcomidos, sucios, con marcas de tazas en los buroes. Polvo y mugre. Gente sucia que se negó a pagar el alquiler mensual. Por eso los echaron. Viejos y putos. Esos eran los inquilinos. Viejos solos y putos que aparentaban no serlo. Dos de ellos vivían en departamentos separados y se llamaban primos. Un primo blanco y chaparro; el otro prieto y alto. Eran sólo primos, decían. Putos. Y se pelearon con otros dos putos, de otro departamento, que no lo disimilaban. Sacaron cuchillos y amenazaron con destazarse. Mi papá los contuvo. “Hay niños presentes, señores. Tranquilícense.” Y no se mataron. Lástima. Porque jamás vi sangre de muerto.


Las horas en el hospital son páginas pegadas que jamás avanzan. O se adelantan juntas, o su mismo peso les impide desplazarse. A veces anochece demasiado pronto o el amanecer se demora. Los ahuehuetes frente a la ventana parecen no resentir el paso de los días. Quisiera ver sus hojas caer para saber que es invierno. Pero no pasa nada. Y eso me hace dudar que los árboles sean de verdad, porque las estaciones deben afectarlos. El tiempo debe modificar en algo su estructura, su apariencia. Cuando llega la enfermera a abrirme la boca me doy cuenta que el día va a la mitad. ¿Qué es la comida? Una perdida de tiempo. Me provoca sopor, concentra las fuerzas de mi organismo al momento de la digestión. Se supone que somos seres avanzados, los mejores de todas las especies del planeta. Y se nos pican los dientes. Nuestros olores corporales son desagradables. Ir al baño es una muestra de lo podrido que estamos como especie. No soporto ir al baño. Detesto esa sensación de vaciarse, de estremecimiento en la apertura del cuerpo. ¿Especie avanzada? Lo dudo. Tendría muchas quejas y observaciones que hacerle a Dios, si es que existe, aunque estoy seguro que no atendería mis reclamos un sujeto al que pintan de ojos azules, barba, bigote y pelo largo. A imagen y semejanza nos creó. Entonces él huele igual que nosotros.