miércoles, septiembre 27, 2006

Para todos aquellos que han escrito al autor de estas líneas pidiendo que se publique una foto real para saber quién es el grosero que habla de enanos violadores y de mujeres con bigote y zapatos sucios, aquí se presenta la siguiente placa sin retoques ni fotomontajes. ¡Así soy, pues!

CATÁLOGO DE MUJERES II

Beatriz 1

En esas épocas, las semanas previas al levantamiento zapatista, tenía el deseo de fundar un taller literario. Trataba de escribir todos los días, pero nomás no me salían los temas. Le había dicho a mi papá que me pagara un taller que se anunciaba en el periódico para escribir cuentos, pero la mensualidad le pareció excesiva y además creía que era otra de mis ocurrencias. Platiqué con la Yazz, a quien había conocido en la secundaria y a pesar de que ahora estudiábamos en escuelas distintas, nos hablábamos de vez en cuando. Ella escribía algo de poesía y le planteé la idea. Le pareció estupenda.

—¿Pero a quién metemos al taller? Para empezar a la gente que asista le debe gustar leer, si no de que vamos a hablar.
—En la ULA hay unas chavas que igual le entran.

Así, el 22 de diciembre de 1993, en un Vips de Plaza Universidad, nos reunimos para echar a andar el taller. Los integrantes éramos:

Beatriz Lozano
Yazz Solano
SorayaHernández
Alicia Vega
Sonia Lafranche
Santiago Larrea

Todas para mí. Era el único hombre aunque la belleza de las chicas no era destacable. Pero cuando Beatriz llegó al Vips, con su camisa blanca, pantalones de mezclilla ajustados y sus mocasines negros, me dije, Santiaguito, vas, no me falles.

Y así le hice. Primero leí un discursillo que se me ocurrió para inaugurar el taller y darle solemnidad al acto. El escrito tenía frases como: “Durante casi toda nuestra vida nos esmeramos por encontrar gente que sea como nosotros” o “Hay veces que me siento solo en el mundo”. Con razón mi papá no me quiso pagar el taller de cuento y terminé dedicándome a otra cosa años después.

Cuando la reunión se iba a terminar mi cerebro trataba de encontrar la manera de volver a ver a Beatriz. Se me ocurrió algo que no me comprometía ni revelaba mis intenciones: Pásenme sus teléfonos para avisarles de la próxima reunión ¿okey?

Les pareció buena idea a todas, hasta a Yazz que pudo arruinar el plan con sólo decir que ella les avisaba, al cabo que estudiaban juntas.

Todo salió bien. Ya tengo el teléfono de Beti, pendejas, ustedes no me interesan, pinches arañas. Si no las vuelvo a ver, mejor para mí. Ni siquiera saben que es un taller literario.
De hecho no hubo jamás otra reunión.

Hola Beti, que onda, por qué mañana no nos vemos para discutir algunos aspectos del taller, ya sabes los temas, las reglas, porque debe haber reglas si no imagínate el desmadre. Pero mañana no puedo. Bueno no te apures, cuando tú quieras. ¿El miércoles? Perfecto, vamos al Mc’Donalds del Parque Hundido ¿no?
Todo listo, Beatricita, agárrate.

Debo confesar que nunca había tenido novia. Y creo que esta era mi primera cita en serio. Conseguí dinero como pude porque no podía decirles a mis papás que me iba a ver con una chava. Aunque dudo mucho que les hubiera importado la razón que les diera y hasta se habrían sentido tranquilos al ver que comenzaba a interesarme en las mujeres.

El primer defecto que advertí en Beatriz es que era de pelo en pecho y en la cara. Me sobresaltó la primera vez que me di cuenta como le surgía un bigotillo encima de los labios así como unos pelillos que formarían una patilla estupenda. Pero era una mujer brillante, me decía a mí mismo, que leía, pensaba y actuaba. Por otra parte yo no había tenido novia antes y este no era el momento de rajarme por un defecto corregible con algunas cremas o emulsiones especiales.
Le gustaba ir a los museos y no le importaba que no tuviera coche, a pesar que algunos de sus amigos —que nunca conocí— sí tenían.

Después de comer unas hamburguesas en el Mc’Donalds, caminamos por el parque Hundido y la verdad, sentía que estaba paseando con mi gorda en la Alameda a las doce del día. Platicamos de cultura, museos y libros. Yo había leído más cosas que ella, aunque su fuerte era la filosofía y Erick Fromm. Luego empezamos con las confesiones y le dije que me gustaba. Afortunadamente ella sentía lo mismo por mí y las cosas no fueron difíciles. Ya para cerrar el trato, regresamos en taxi a su casa para consentirla un poco. Ella vivía sobre Progreso, casi llegando a Insurgentes, muy cerca de mi casa. Pero nos bajamos antes de llegar a Patriotismo, para caminar y estar juntos unos minutos más. La tomé de la mano, y afuera de una casa de rejas verdes, le pregunté si podía besarla. Sí, me respondió. Y la verdad es que no era un profesional en el arte del picorete, así que junté mis labios con los suyos y me movía como en las películas. Extrañamente, no sé como tomaba aire y al pasar por la garganta un extraño rumor como chillido de gato se me salía. Me dio pena el ruidito, pero ni modo. Metros más adelante le di otro beso, con el mismo resultado. Hasta entonces le pregunté: ¿Quieres ser mi novia? Sí, fue la respuesta, concretito.
Regresé radiante, feliz, ahora sí las cosas marchaban bien. Atrás quedaron los días grises y solitarios de mi vida de puberto.

Como a las dos semanas de salir juntos, me llevó a conocer a su familia aunque, por razones que nunca me aclaró, prefirió no mencionarles a sus padres la relación que sostenía conmigo. No le di importancia al hecho puesto que a mi me daba un poco de pena que se enteraran y se dedicaran a darnos consejos inútiles.

Su papá, era biólogo o algo así de acuerdo con lo que me contó los días previos a la presentación. Supuestamente el hombre declamaba poesía y era tal la emoción que le imprimía al asunto que lloraba lo que me parecía un tanto ridículo. Yo nunca lo vi hacerlo, pero cuando Beti me lo presentó pensé que se trataba del portero del edificio. Mal vestido, gordo, medio pelón, los dientes chuecos y disparejos. Su mamá tenía la piel blanca como Beatriz, los ojos chicos y tristes, de actitud sumisa e insegura. Se suponía que a la mamá le encantaba la música clásica y un día en su casa, la señora prendió el radio en una estación de música grupera a todo volumen. De inmediato Beatriz se disculpó por el escándalo diciéndome que acaban de reparar el estéreo y que el técnico, para probarlo, seguramente sintonizó esa asquerosa estación. Le creí a medias. Su familia no poseía, de ninguna manera, el aire que ella me había descrito. Además Beatriz era medio cochina: su cuarto era una pocilga, nunca lustraba sus zapatos, algunos de sus cuadernos tenían manchas de comida y creo, ahora que lo pienso, que no se bañaba regularmente.

Mi cumpleaños coincidió con nuestro noviazgo y Beti me regaló un disco de Mozart, Los conciertos para flauta números 1 y 2. Me sentía feliz, andaba con una chica guapa (para mí lo era en ese momento), inteligente y que además “pensaba”. Esta expresión me la contagió ella misma pues gustaba mucho de juzgar a sus amigas y la gente en general porque no “pensaban”. Quería decir con eso que no leían ni escribían dedicando su vida al ocio. Curiosamente ella jamás me mostró algo que hubiera escrito.

A mi favor debo decir que en la cuestión de los besos mejoré considerablemente, aunque mi exceso de salivación, en algunos momentos, desteñía el carmín de sus labios y yo quedaba con la boca colorada. Me di cuenta que si usaba la lengua y la revolvía con la de ella, el resultado era una erección que trataba de disimular, sacando mi trasero levemente, para no embarrarle mi pene en la pierna.

Cumplimos un mes. Lo celebramos en el Péndulo de la Condesa, con unos sándwiches exquisitos. Le obsequié El arte de amar, que tampoco había leído a pesar de la supuesta admiración que sentía por Fromm. Me agradeció a besos el regalo y ella me dio un libro de la obra completa Frida Kalho, la pintora mexicana que más admiraba esos días.
Sin embargo, algo me decía que las cosas estaban enfriándose. Beatriz a veces no tenía tiempo para verme y usaba cualquier pretexto para que la llevara a su casa temprano. Cuando la besaba y las cosas se ponían interesantes (gracias a mi lengua inquieta) me hacía a un lado, con delicadeza, eso sí, y me decía: Tengo que irme, no vaya a bajar mi papá.

Al llegar el fatídico día del cortón, cuatro o cinco días después del aniversario, la verdad yo ni me lo esperaba. Sencillamente dijo lo que pensaba y se acabaron las cosas. Me acuerdo que le insistí usando mis mejores argumentos: “Imagínate cuánto tiempo he pasado buscándote, soñando con una mujer como tú. No puedes dejarme”. Lo siento, me dijo, pero no estoy lista aún para una relación seria, tú sabes, tengo muchas dudas en la cabeza, muchos temores y creo que lo mejor es que dejemos de andar.

Como caballero derrotado, con mis argumentos valiendo para pura chingada, me retiré. Además yo era culpable del tijeretazo. No sé porque chingaos se me ocurrió que dándole picones la relación se estrecharía. Le contaba cosas que nunca sucedieron. Mi relato favorito consistía en que alguna vez me había agarrado a golpes, en plena calle, con grotesco cabrón que quería conseguir los favores amorosos de mi ex novia (que no existía, por supuesto). Para rematar, luego le contaba sobre mi suegro y los malos tratos que me daba, por ser un pinche viejo celoso y pendejadas así por el estilo.

Cuando traté de reconquistarla, porque siempre fui estoico y luchaba por mis mujeres hasta el final, la llamé por teléfono para confesarle que todo era mentira, que ella era mi primera novia. Pensé que diciéndole la verdad, de alguna manera podría tener otra oportunidad pero mi sinceridad tardía no sirvió de nada.

“Hasta pensé que aún la querías” me dijo. En el fondo, se estaba vengando de mis fantasías absurdas. Ni con flores se dejó convencer la desgraciada.

Un día, uno o dos años después, mientras caminaba por la calle de Zetina en compañía de Arturo —íbamos hacia La Salle, donde estudiábamos—, Beatriz apareció a lo lejos. Nos saludamos, hice la presentación incómoda y obligatoria y cada quien prosiguió su camino.

“Estás cabrón, que pinche vieja tan fea te agarraste”, pensé, mientras Arturo se carcajeaba luego de saber que ella había sido mi primera novia.

“¡No manches, tiene bigote, y los zapatos todos sucios!”, me dijo.
Ni hablar, por algo había que empezar.

sábado, septiembre 23, 2006

Nuestra querida sección: Cuéntame un cuento.

Sólo salida

Existe una salida del metro Centro Médico que claramente dice Sólo salida. Si alguien se atreve a desobedecer la regla escrita en el anuncio luminoso, un enano, oculto entre las sombras de esta salida lóbrega y sucia por el desuso, castiga a todo aquel que por cansancio o valemadrismo decide bajar por ahí aun y cuando, como ya se mencionó, está prohibido. El enano, con un palo grande forrado de terciopelo rojo, semejante a un bat de béisbol, propina un golpe en los güevos al desordenado. Algunas víctimas caen al suelo donde se revuelcan de dolor, otras se recargan contra la pared al tiempo que sus manos, tardíamente, se juntan en las ingles para proteger las denominadas partes nobles. En cualquier caso, las víctimas, que inútilmente tratan de distinguir en la oscuridad al atacante, comprueban en carne propia que la leyenda del enano rompe-güevos es verazmente dolorosa.

Lo peor no es eso. Se dice que otro enano, con una verga gigantesca que le arrastra cuando camina, ronda a veces por ahí, buscando a otro desordenado. Con paciencia, aguarda a que su colega rompe-güevos haga su trabajo, y entonces, cuando la víctima yace en el piso o busca consuelo en algún rincón, el enano de la verga gigantesca le arranca los pantalones y con su carne maltratada, sangrante a veces por las costras que le provoca la fricción contra el suelo, lo viola sin piedad. Por eso dice el anuncio, bien claro: Sólo salida.


jueves, septiembre 21, 2006

No se pierda los relatos de: "CATÁLOGO DE MUJERES"

Eva
En el principio, la información. Hay que estar enterado de los problemas que agitan al país y a este mundo donde nos tocó vivir, formarse una opinión, por lo menos para tener plática en una fiesta y con suerte (con mucha suerte), impresionar a una chavita.

Después de levantarme —no sin muchos trabajos—, salgo del departamento a comprar La Tribuna. Las zapaterías levantan sus cortinas y tiro por viaje la dueña del puesto de periódicos discute con las empleadas de El gallo de León cuando inundan la zapatería y la acera con una marejada de agua y jabón que humedece las revistas y las hace invendibles.

Poco a poco la avenida va llenándose de coches y claxonazos como respuesta a la incapacidad vial de algunos conductores; a ambos lados de la calle, decenas de personas se dirigen al metro. Mientras la doña me da el cambio, leo la primera plana pero un chiflido me interrumpe. En un momento dado, mi pensamiento deduce, en un mecanismo que no puedo explicar, que el chiflido se parece al de ayer y también al de anteayer. ¡Basta de casualidades! Estoy harto de suponer que la vida es una cadena de coincidencias. Otra vez el silbido, semejante al que lanzan los hombres cuando una mujer de no malos bigotes se pasea por ahí. Vuelvo mi rostro hacia la zapatería de Armando, el libanés, El gallo de León. Una de las empleadas, en plena faena de limpieza, se ríe justo cuando la observo. A su lado, otra empleada vuelve su cabeza rápidamente hacia el suelo mientras exprime un trapeador. Las dos ríen, y algo murmuran entre sí. Sin dar importancia al detalle, regreso a casa para leer el periódico y seguir disfrutando de las vacaciones.

Al día siguiente, la rutina indica que al levantarme debo ir al baño, orinar con escándalo y espuma, echarme agua en la cara, eliminar la saliva seca de la boca si es que existen rastros, desalojar de los ojos, con los dedos índices, las legañas del sueño y utilizar el agua para aplacar el cabello. Las buenas conciencias dicen que lo primero que uno debe hacer al levantarse es cepillarse los dientes. Yo lo hago después de desayunar, de preferencia cuando estoy en la regadera.

Un chicle de hierbabuena me quita el sabor a centavo en la boca. Quiero saber si Marcos y sus huestes, han traspasado de nuevo el cerco del ejército, allá en Chiapas. En la calle, el barrendero junta los desperdicios del fin de semana mientras la barredora eléctrica humedece la calle al tiempo que sus escobas giratorias atrapan algunos papeles.

La señora del puesto, con sus bigotes de aguamielero, me ve a la distancia, antes de cruzar la calle de Maceo, y busca el diario que guarda dentro del puesto. “Si no se lo aparto, lo vendo, joven”, me dice mientras observo sus plastas de maquillaje que la hacen parecer artesanía del mercado de San Juan. El chiflido aparece casi de inmediato. No hay duda: proviene de la zapatería. Alguna de las dos empleadas silba cuando me ve. Es un piropo hacia mí.

La señora del puesto, divertida con lo que sucede, ríe y me pregunta: “¿Quieres que te presente a la Eva?”

“La Eva” repito yo, con sarcasmo. A mí que me importa la empleada de una zapatería, pienso. Camino rápido a casa antes que “la Eva” venga a conocerme.

Pero la emoción es inocultable. A una admiradora no se le hace el feo y como quiera que sea se siente bonito. ¿Será en serio o sólo la hace para molestarme? Pues a averiguarlo de una vez, la cochina duda me mata e interrumpe mis pensamientos. Pero primero un regaderazo, no voy a caminar por ahí con el pelo revuelto y la ropa que me puse ayer.

Ya de regreso a la zona de los chiflidos, camino despacio, con seguridad. Me puse mi camisa nueva. La bigotona debe estar dentro del puesto, ya que no la veo estorbando con su gran volumen el paso entre la zapatería y el tugurio donde se gana la vida. Paso por la entrada del Gallo y disimuladamente, por el rabillo del ojo, busco a la tal Eva. No se ve recargada en la vitrina esperando un posible comprador. Debe estar en la bodega guardando zapatos. Ni modo. Pero falta el regreso. Voy por un mazapán, a la tienda de Antonio, así hago tiempo y espero a que salga de la bodega. Ahora sí, al fondo, está “la Eva”. La miro unos segundos, se da cuenta que la observo, se lleva los dedos índice y medio a la boca y chifla como arriero, con fuerza, lastimando el tímpano de su compañera, que celebra la acción con una risotada. Bueno, de algo estoy seguro: me chifla a mí, pero está muy pinche fea.

Eva es delgada, de piel más pálida que blanca, pantorrillas delgadas, casi pegadas a los huesos (raquíticas diría yo). De sus encantos mejor no hablo. El color de sus ojos es extraño: a veces parece de color violeta y luego gris. No usa pupilentes, eso está claro. Pelo oscuro, hasta los hombros. No es mala onda, pero no puedo platicar de nada con ella. Terminó la secundaria con trabajos, según me platicó el otro día. He notado que sus zapatos piden un relevo con urgencia —y eso que trabaja en una zapatería— al igual que el resto de su ropa roída por todas partes. Pero que puede hacer: le pagan el mínimo.

Hace tres días me dio su número telefónico e insiste con que le hable por la noche. Estoy llevando muy lejos este jueguito. Yo tengo la culpa por llevarle mazapanes cada que pasó por ahí, como si no tuviera cosas qué hacer. Mis caminatas acostumbradas en busca de chavitas por las cercanías del barrio las he modificado: vaya a donde vaya, tengo que pasar por la zapatería. La Eva cree que ahora la cosa va en serio. ¿Para que la llamo si yo no quiero nada con ella? Pues ahora le hablas, cabrón, por andar dándole alas, me digo.

Por la noche a eso de las nueve, marco el número. ¿Dónde vives? En Puerta Grande. Puta madre, zona residencial. ¿Y qué haces? Toy viendo la novela. Qué padre. ¿Tienes hermanos? Sí, un hermano más grande. Es taxista. Estupendo. El cuñado perfecto. Sale, Eva, hasta mañana. Hasta mañana.
Así no se puede, de veras.

Los siguientes meses, me levantaba cada vez más tarde, por lo que mi mamá iba por el periódico. Dejé de ver a Eva como dos meses. Un día me levanté temprano y fui por La Tribuna. Cuando llegué al puesto, busqué a Eva trapeando la zapatería pero no estaba. Ni siquiera la otra que se reía con ella por los chiflidos. Dos empleadas que no conocía, trapeaban. ¿Oiga señora, y la Eva?, le preguntó a la bigotona. “Ya no trabaja aquí, joven, quesque se iba a poner a estudiar para no ser una zapatera”.

La Eva se fue y no me despedí de ella. Mejor. Las clases sociales no pueden mezclarse por más que se quiera.

Meses más tarde, como a las nueve de la noche, regresaba a mi casa y me la encontré. Iba abrazada de un tipo de aspecto temible. Me dio temor. Creí que, buscando venganza por haberle hecho de chivo los tamales, azuzaría al tipejo ese para que me golpeara. No pasó nada pero cuando sus ojos me miraron fijamente, creí que iba a valer madres.
Ilustración: Adán y Eva de Ángel Zárraga (1904).

miércoles, septiembre 20, 2006

¡¡¡IMPACTANTE NOTICIA EN RUSIA!!!

Как умирали хоккеисты СКА
попросили заслуженного тренера России Валерия Шилова и защитника команды Константина Меньшикова. - 25-й чемпионат СССР получился захватывающим. Команды были как на подбор: игроки техничные, с хорошей «физикой». Ленинградские армейцы пахали с утра до вечера. В этом особая заслуга старшего тренера команды Николая Пучкова. Он использовал в тренировках все современные методики. И, самое главное, был честолюбивым, мечтал добиться максимального результата. Здорово поддерживали нас и болельщики. Хоккей был тогда на подъеме, народ валом валил на стадион. Все время стояла проблема лишнего билетика.Решающим для нас стал матч 22 апреля с московским «Спартаком». Поединок в «Юбилейном» был невероятно напряженным и закончился нашей победой - 4:3, - вспомнил Валерий Васильевич.- Как город отмечал бронзовые медали?- Эта бронза была сродни чемпионству. Команды были очень сильные, выиграть медали тогда считалось подвигом. Особенно мне запомнился торжественный вечер в Доме офицеров. Были подарки от Ленинградского военного округа. Но всех нюансов уже не помню.
IMPRESIONANTE ¿NO LO CREEN?

Nuestra querida sección: Piérdete este libro


La invasión. Ignacio Solares (Chihuahua, 1945)

Fantasmas verdaderos protagonizan la nueva novela de Ignacio Solares, La Invasión, editada por Alfaguara. Y al hablar de fantasmas no me refiero a formas etéreas o a espíritus chocarreros que traspasan el umbral del más allá para manifestarse en nuestra realidad, sino a que los personajes del libro carecen de alma, cuerpo y fuerza. El tema, —utilizado por Solares como escenario de fondo donde se desplazan sus espectros—, no podría ser mejor: la invasión norteamericana de 1847, la misma que le costó a México más de la mitad de su territorio. Sin embargo, si algún lector potencial pretende encontrar en las páginas de esta “novela” un registro detallado de batallas, cañonazos, declaraciones políticas, destierros, traiciones o caballos desbocados sólo encontrará aproximaciones.

El objetivo principal de la novela es escuchar la crónica-biografía-dictamen-historia escrita por Abelardo, el protagonista-narrador. Literalmente, Abelardo es un hombre sin oficio ni beneficio —ni apellido—, pues gracias a su “posición económicamente desahogada” no se dedica a nada, salvo al muy socorrido y gastado anhelo de convertirse en escritor.

Magdalena, la esposa de Abelardo, —tampoco tiene apellido—, anima a su esposo para que termine de una vez por todas el texto sobre la guerra del 47. El problema es que Abelardo confunde los géneros y narra su insípida, incolora e inodora autobiografía, restándole importancia al tema de la guerra.

A Magdalena, Ignacio Solares la construyó como una mujer de pretensiones intelectuales, aspirante al título de primera feminista mexicana. Lo malo es que cuando habla pontifica, dedicándose, a lo largo y ancho de la novela, a recomendar qué leer, qué decir y cómo comportarse, debilitando su ya de por sí pálida sombra.

Un gran acierto de la novela es la inclusión del cura español Celedonio Domenico de Jarauta, uno de tantos ausentes de la historia oficial, quien dedicó parte de su corta existencia a luchar contra el invasor por medio de una guerra de guerrillas. Según la novela, Celedonio Domenico de Jarauta disparó contra el soldado yanqui que pretendió izar la bandera de las barras y las estrellas en el Zócalo tras la caída de la ciudad, provocando una efímera revuelta capitalina, sofocada a sangre y fuego. Tras ser herido, el cura español se refugia en casa de Abelardo, ubicada en la señorial y veraniega Villa de Tacubaya, siendo este el único hecho substancial en la insignificante vida del protagonista.

Me queda claro que La Invasión fue escrita a las carreras. Una muestra clara es el triángulo amoroso escenificado por Abelardo con su novia Isabel y la madre de esta, también llamada Isabel (además, como dos personajes comparten el mismo nombre y ninguno posee una voz propia, se le complica al lector saber quién está hablando y se vuelve confusa la historia). Cuando el suegro de Abelardo, esposo de doña Isabel y padre de la niña Isabel, se entera de la situación, amenaza con matar al yerno por deshonrar su nombre. Sin embargo, mientras el lector avanza para llegar al punto en que Abelardo se encuentre con su rabioso suegro y se batan en duelo, Solares apuñala el desenlace con una salida digna de una telenovela de Televisa: envía al destierro cubano a toda la familia de doña Isabel. Entonces, ¿cuál es el objeto de abrir un camino que el propio autor dinamitará páginas más adelante?

Solares convierte a sus personajes en exiliados políticos con tal de proseguir con la crónica que Abelardo ni siquiera puede escribir solo, pues intercala en su narración los diarios de un médico amigo suyo, el doctor Urruchúa, cuyos testimonios sobre las dramáticas escenas de la guerra, así como las heridas que ayuda a curar, se convierten en las únicas ventanas por las cuales el lector puede asomarse a la invasión norteamericana.

Así, por una parte tenemos a un protagonista sin nombre ni fuerza para serlo —Abelardo—, y por otro, a un doctor de apellido rimbombante y de difícil pronunciación —Urruchúa— que interrumpe la crónica del primero. Si a eso le agregamos las presuntuosas y aburridas declaraciones de Magdalena, nos encontramos con una novela endeble, a la que le faltó reposo dentro del cajón, y tiempo para madurar en la mente del autor.

Un libro editado por Alfaguara no garantiza su calidad. De ahí que la labor de los editores sea muy importante, pues son ellos los responsables de construir a los lectores, a través de la publicación de obras relevantes y no de textos escritos con la premura de quien debe cumplir con los plazos y las obligaciones de un contrato.

lunes, septiembre 18, 2006

PIRATERIA ES AZAR.

Comprar piratería es someterse a las fuerzas siniestras del destino y a la correcta posición del rayo láser de un quemador. Piratería es azar, un acto de fe fundamentado en el volumen de compra, porque entre más artículos se adquieran a la vez, las posibilidades de fracaso frente a la computadora o el estéreo disminuyen, y se evita la molestia de regresar en busca del mercader quien, de buen agrado más una comisión extra, cambiará el producto defectuoso por otro que se supone servirá.

El éxito comercial de la piratería se basa en tres axiomas, uno de índole económico, otro cultural y moral: la búsqueda a ultranza del precio más bajo, la aceptación inconciente de todo aquello que está mal hecho, y la convicción de que reproducir ilegalmente propiedad intelectual no molesta a nadie, siempre y cuando ningún familiar trabaje para la empresa afectada: el cielo un pirata en cada hijo te dio.

Una de sus fortalezas se basa en su inexorable apego a la mala calidad, que bajo el escudo del precio irrisorio encuentra un efectivo argumento: ¿Qué puede esperarse por quince pesos?
En la ciudad de México, a lo largo del Eje Central, en las inmediaciones de la Plaza de la Computación o afuera de cualquier estación del metro equipada con puestos de comida o un sitio de combis y microbuses de mediana reputación, la piratería aplica con efectividad la regla de oro del diseño de “malls”: sus “agremiados” se extienden en amplias circulaciones cuyos extremos o puntas están ocupados por lugares muy concurridos y que hacen la función de anclas (p.e. estaciones del metro, paraderos o, irónicamente, centros comerciales).

Su mesa se sirve para todos, y es capaz de satisfacer los gustos y las exigencias más complejas: estrenos cinematográficos que saldrán la próxima semana (en formato dvd, vcd o “clones”), películas pornográficas de inclinaciones y profundidades variables, discos en formato normal o mp3 (que incluyen hasta doscientas canciones), videojuegos, libros (únicamente best- sellers), tenis, relojes, ropa, etc.

Como ocurre con la imaginación, la piratería no conoce límites.

En el mundo globalizado, los piratas han reconocido el impacto de las marcas. La piratería no es producida por sujetos anónimos que al amparo de una computadora con quemador atestan las calles con mercancía ilegal. Decenas de miles de discos piratas ostentan un nombre y hasta un logotipo. El sello discográfico “Superman style”, por ejemplo, en su “intromix” (se le llama así a la primera pista que resume el contenido del disco y que permite, a la manera de un prólogo o una introducción, saber de qué va el producto) reproduce el popular tema musical del hombre de acero quien, habrá que recordarlo, contaba con una versión “bizarra” (de la palabra inglesa bizarre: raro extravagante, excéntrico, grotesco), una copia pirata producto de un experimento fallido que daría vida al doble chafa del oriundo de Krypton. Dog Music, a su vez, presenta discos compactos serigrafiados, en cuya circunferencia reza la siguiente leyenda: “Este fonograma es un producto intelectual protegido a favor de su producto (sic), (P) y (C) 2000 Dog Music Company. La titularidad de los derechos de este fonagrama (sic) se encuentran reconocidos, inscritos en el registro público de autor”.

Las copias ilegales de software no son la excepción. Pirata Softwers (sic), al iniciarse la reproducción automática de cualquiera de sus programas, muestra una calavera con paliacate, arracada y diente de oro, enmarcada por dos espadas, sobre el fondo de un mapa antiguo, al tiempo que una música in crescendo, nos transporta a alta mar para imaginar las andanzas y cañonazos de Barbanegra o sir Francis Drake.

Si bien ya no es necesario una flota para saquear convoyes en alta mar, hoy en día es indispensable poseer un equipo de quemadores (no deja de llamar la atención que las entradas por medio de las cuales se conectan entre sí, se denominan “puertos”) para socavar las finanzas de las poderosas trasnacionales. A pesar de las diferencias entre la imagen del pirata clásico (tricornio emplumado, pata de palo, parche en el ojo, perico sobre el hombro y espada al cinto) y la del moderno (amplios pantalones de mezclilla al estilo “cholo”, gorra Nike, lentes oscuros, walkie-talkie en la mano), varios factores los unen y hermanan: los primeros aprovechaban las rutas marítimas más concurridas para cometer sus atracos mediante la técnica del abordaje; los segundos abordan al público con su mercancía mediante la saturación de las aceras, permitiendo el libre tránsito en un espacio lo suficientemente amplio para que la gente se traslade por la calle en fila india. Lo anterior permite que cuando la gente busca un poco de aire dentro de ese laberinto de lonas y plásticos multicolores, o cuando otro fila se aproxima de frente, se busque cobijo en el puesto más cercano, y se contemple el surtido catálogo donde, por esas cuestiones inexplicables del azar, puede que se encuentre el disco con la canción más reciente de los Cumbia Kings (apenas escuchada por la mañana antes de salir a trabajar), o la película donde aparece Beyoncé y que llegará a la pantalla grande dentro de quince días hábiles. No importa cuán estrecha sea una acera, siempre será capaz de contener un puesto de discos piratas.

Los piratas originales llenaban las cubiertas de sus barcos con marineros desempleados o mal pagados; los segundos encuentran en el comercio informal una salida frente el desempleo y la cultura del salario mínimo. Piratería es esperanza: no importan las crisis venideras e inesperadas: siempre quedará la informalidad para vencer a la desgracia.

¿Existe remedio contra la piratería? Quizá no, porque la piratería es la venganza contra un sistema económico sin imaginación que sólo ofrece, una vez al año, un peso de aumento al salario bajo la dogmática creencia de que así se protegen los consumidores, el empleo y la patria de la voracidad de la inflación, el nuevo jinete del Apocalipsis de la economía mexicana.

Con el afán de que nadie se entristezca o enoje por la piratería nacional o se busquen culpables en el lejano pasado prehispánico —el dedo acusador señala amenazante al tianguis de Tlatelolco como germen de tan nefando crimen—, cabe mencionar que en Suecia, país más allá de primer mundo, existe un partido político Pirata —muy cerca de conseguir su registro y, con suerte, unos cuantos escaños en el congreso—, surgido de un popular sitio de internet dedicado al “intercambio” de todo tipo de materiales protegidos.

La legislación electoral vigente en México establece que con quinientas mil firmas puede crearse un partido político. Las prerrogativas que se destinan a fortalecer la democracia son cuantiosas. Si existen partidos verdes, azules, tricolores, amarillos, o conformados por maestros y otros que aglutinan campesinos y mujeres “progresistas”, el partido de la calavera y las espadas bien merece un sitio en la mesa de sesiones del IFE, y espacio en las boletas. Los piratas están en las calles. Sólo hay que ir a preguntarles y pedirles que firmen su afiliación. Ya los vikingos lo hicieron. Los piratas nacionales no son machos pero son muchos y así como encomiendan su trabajo al azar, en una de esas vueltas del destino, más una buena dosis de surrealismo a la mexicana, los nuevos representantes populares dejaran de ser simples y vulgares piratas para convertirse en corsarios, llevando de la mano su patente que les permita trabajar sin ser molestados.

Proyecto CANADA: ¿arqueología industrial?

Un monitor muestra las lentas y tediosas maniobras que desaparecieron el último gran anuncio de la extinta zapatería CANADA, al menos en la ciudad de México. Mientras los 400 kilogramos de peso que conforman cada una de las seis letras se elevan con la lentitud que demanda la cautela, vienen a mi mente imágenes similares: el traslado de la estatua de Cuauhtémoc a su lugar original, o las maniobras que fijan las pesadas “ballenas” del segundo piso del Periférico.
Las enormes letras de CANADA —cada una mide 4.50x4.80 metros— encontrarán reposo en la azotea del Museo de Arte Carrillo Gil (MACG), hasta el día 25 de junio del presente año.

Con el pretexto de realizar un ejercicio de arqueología industrial mezclado con unas cucharaditas de semiótica, el artista argentino Ramiro Chaves borró para siempre de la cara norte del edificio Insurgentes, la emblemática frase “México Calza CANADA”, que durante poco más de cuarenta años constituyó un verdadero hito urbano, punto relevante en el árido y monótono paisaje de la ciudad.

El otro anuncio, también desaparecido tras el cierre definitivo de la zapatería, estuvo adherido a la fachada ciega del edificio Ermita (Juan Segura, 1930), ubicado en el vértice de las avenidas Revolución y Jalisco.

Ahora, para todas aquellas personas que alguna vez quedaron de verse frente o debajo de este otro “edifico de la CANADA”, podrán admirar en vivo y a todo color las gigantescas letras del anuncio, las mismas que iluminadas por las noches, funcionaron como un faro de luces inquietas en medio de lóbregas fachadas.

Sin embargo, luego de admirar las colosales dimensiones del anuncio queda una sensación de que ahora, esas letras, han perdido toda validez para el espectador. Primero, porque al quedar fuera de su contexto original, una persona ajena a nuestra cultura o que por su edad ignore que existió una zapatería CANADA, no encontrará ningún valor o significado en esas seis letras sostenidas por una escuálida estructura metálica sobre la azotea del MACG.

Al desaparecer la relación anuncio-edificio, se pierde a su vez, la idea de sostén y sostenido. Bajadas de su pedestal, bajo la luz del sol a la una de la tarde, las letras de CANADA son vestigios carcomidos por el tiempo —soportaron estoicamente, colgadas a decenas de metros del suelo, sol, lluvia, viento, y contaminación—, ataúdes de lámina galvanizada, que remiten más al triste destino de la industria nacional del calzado que a una instalación o exposición artística. Como ocurre cuando conocemos en persona a una diva del cine, y le encontramos defectos en el rostro, las gigantes letras de CANADA, sin el escudo invisible que proporciona la altura, ni sus fugaces capas de luz, carecen de escala, ligereza y contenido. El resultado sería el mismo si, por ejemplo, tomáramos al Ángel de la Independencia y lo desmembráramos para exhibirlo más tarde al pie de su columna: no veríamos al símbolo, sino sus fragmentos y cualquier vivencia o recuerdo quedaría desgarrado y sin sentido al observar una Victoria Alada destripada y sobre el suelo, pero como dice Rosa María Rodríguez Magda en La sonrisa de Saturno: “el arte en la sociedad postmoderna es necesariamente kitsch porque se instala en la recreación —“no hay nada nuevo que decir”—.”[1]

Sin argumentos sólidos, ni un marco teórico convincente, Chaves pretende convencer al espectador de que al transportar seis letras de un anuncio incompleto (¿Dónde quedó la frase “México Calza”? ¿Por qué no fue incluida en la instalación cuando se pretende demostrar que “el edificio desaparece pero la huella persiste”?), puestas de manera por demás arbitraria, algún resorte interno le hará revivir recuerdos o glorias pasadas, sin estar consciente de que en este caso, una letra por sí sola no expresa nada. ¿No hubiera sido más válido reparar el viejo anuncio y encenderlo de nueva cuenta durante algunos días?

Por otro lado, el Proyecto CANADA no es un ejercicio de arqueología industrial, como quiere presentarse. Esta rama de la arqueología estudia los sitios, técnicas y la maquinaria empleada por la industria. De esta manera, si se hubiera tratado de una vieja máquina zurcidora de calzado, sería correcto el término, pero no aplica para el anuncio de una marca. En todo caso, Ramiro Chaves estaría inaugurando una especie de arqueología de las marcas, cuya exposición sería más ilustrativa para los visitantes del museo, en vez de la inmovilidad de unas letras con foquitos destripados que recuerdan más a una vetusta feria con carrusel, autos chocones y rueda de la fortuna.

La azotea del MACG, que literalmente soporta a cuestas el Proyecto CANADA, estará convertida en una de tantas azoteas capitalinas atiborradas de fierros viejos, varillas oxidadas, tabiques y calentadores de leña, por lo menos hasta la clausura de esta desafortunada instalación. Por más interesantes y audaces que sean las aspiraciones del Proyecto CANADA, no dejará de ser un exceso y un gasto inútil de esfuerzos y voluntades, que exhibe la tendencia de que cualquier arrebato puede considerarse artístico aunque sea en nombre la semiótica o de la arqueología industrial. No hay nada nuevo que decir.

domingo, septiembre 17, 2006


Felices marchamos hacia la búsqueda de la palabra. En un principio, sentimos el deseo de confrontarnos con la hoja en blanco. Avanzaremos hasta la mitad de su territorio rayado o cuadriculado, sólo para descubrir que, como si camináramos en medio de una jungla o de un gigantesco pantano, el retorno será imposible. Una vez que inicias, atente a las consecuencias de una lucha desigual, de una batalla cruenta, de una guerra innecesaria, sin sentido, contra adversarios tan simples y monótonos llamados letras, que al agruparse forman palabras y se vuelven indestructibles.