martes, abril 03, 2007

UN MOTIVO DE CELEBRACIÓN

Texto leído el 31 de marzo de 2007, en Xalapa, Veracruz, durante la presentación del libro Fisuras en el continente literario de Federico Vite.


Fisuras en el continente literario.
Por Jorge Vázquez Ángeles

Su fuerza está en
no hablar de más
Y en ser poeta.
Ángel de fuego.
Ely Guerra.



Abolido en 1966 por el Papa Paulo VI, el Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum, fue durante cuatrocientos siete años muestra fehaciente de que la iglesia católica está erigida sobre una piedra indestructible y hueca. A pesar de que esa lista negra ya no existe, libros como El Código d’Vinci o la saga de Harry Potter han sido señalados como peligrosos. Desde los púlpitos, decenas de sacerdotes en todo el mundo amenazan con excomulgar a aquellos fieles que caigan en la tentación y cometan el acto ominoso de asomarse a sus páginas.

En México, Aura, de Carlos Fuentes, cobró relevancia gracias a los esfuerzo del ex secretario de gobernación, Carlos Abascal, ferviente guadalupano y católico de cepa, quien encontró ofensivo que su “pequeña” hija de dieciséis años se deleitara con las cochinadas de Consuelo Llorente y del joven historiador Felipe Montero.


La situación de México como colonia durante exactamente trescientos años —la caída de México-Tenochtitlán ocurrió en 1521 y la independencia se consiguió hasta 1821—, complicó la distribución de libros, estuvieran prohibidos o no. El recién fallecido José Luís Martínez en su libro Cruzar el Atlántico, dedica algunos párrafos a describir las tretas y artimañas de los libreros europeos para esconder en los navíos decenas de textos que terminaban en las manos de un hereje valeroso.
En el año 2005, la American Library Association, se propuso sacar de los estantes los libros prohibidos de nuestra época, ofreciéndolos al público en la gran mayoría de las bibliotecas de Estados Unidos. Se trata de libros señalados por agrupaciones políticas o religiosas, cuyos contenidos ponen en duda o atacan frontalmente instituciones o valores que dichos grupos han decidido mantener a cualquier precio. Entre estos libros destacan El guardián en el centeno, de Sallinger, American Psycho, de Bret Easton Ellis, o La casa de los espíritus de Isabel Allende.


En México pocas veces se oye hablar de temas prohibidos en el ámbito literario. Porque, si se publican libros que denuncian con pelos y señales a pederastas nacionales y extranjeros, que operan gracias a la complicidad de funcionarios públicos, o los abusos y corruptelas del clan Sahagún-Fox, ¿podría existir una novela o un libro de cuentos que se censure por considerar su contenido escandaloso, obsceno, o que ponga en peligro la seguridad nacional?


No lo creo. Los tiempos ya no están para eso.


Veamos el caso de una película aburridísima como El crimen del padre Amaro, donde ocurren situaciones que ya todos sabemos, y cuyo éxito taquillero se debió al escándalo de la iglesia católica y de algunos sectores conservadores, incluido el ex secretario de gobernación antes mencionado. La película ocupa hoy el puesto de la película mexicana más vista, por encima de Sexo, pudor y lágrimas.


La literatura es un camino paralelo a la realidad donde todo se permite, las reglas de ese universo las establece el autor en complicidad con los lectores. En alguna ocasión le pregunté a Enrique Serna si El miedo a los animales le había causado dificultades o enemistades por los personajes de carne y hueso que satiriza en la novela. Me dijo que no, y agregó que los periodistas que denuncian narcotraficantes literalmente se juegan la vida en cada cuartilla redactada, no los literatos, plácidamente sentados detrás del teclado.


Lo mismo debe ocurrir con Fisuras en el continente literario, libro de Federico Vite. Si hemos de aceptar por bien de la literatura que lo planteado en una novela sólo pertenece a ese mundo, perfectamente ensamblado y que gira alrededor de la mente del autor, que a Octavio Paz lo secuestren para que revise y corrija la novela de un agente de la policía judicial, de ninguna manera implica que se quiera ridiculizar su figura, como tampoco el hecho de que el autor de Piedra de sol decida adoptar la novela del comandante Ojeda y presentarla como propia, lo convierte en un "ladrón poco versado" (como me dice Rebeka Lembo).


Si todos los días se publican cartones donde el “presidente” Calderón aparece vestido como Beto el recluta, o el secretario de hacienda Carstens es objeto de burlas por su voluminosa humanidad (por no mencionar que decenas de periodistas serios y responsables llamaron a Fox ignorante, chismoso y hasta pendejo), no veo las razones por las que Fisuras en el continente literario se gane un sitio en las bodegas de textos abandonados o dejados de la mano de Dios. Si a la lista de instituciones intocables, afortunadamente en vías de extinción (la virgencita de Guadalupe, el presidente y el ejército), hay que agregarle la figura de la vaca sagrada más relevante del siglo pasado en materia literaria, entonces habremos regresado al principio del camino, después de caminar en círculos. En el país de la burla y el apodo automático, cualquier tema se vuelve posibilidad para el juego de albures y gracejadas, donde lo mismo hay chistes del terremoto o sobre los quemados de san juanico, no hay sitio ya para solemnidades ni voces afectadas. Se vuelve sano y necesario quitarle el cobre a las estatuas y espantar a las palomas con un trapo.


Lo bello de Fisuras en el continente literario es que resume el trasfondo de la literatura: como si de construir una ciudad se tratara, el mundo de las letras es un trabajo compartido, que se realiza todos los días sin horarios establecidos, y donde resulta delicado precisar la paternidad de las ideas: los ladrillos, el cemento y las varillas están al alcance de todos; de cada quien depende la forma de emplearlos. Por eso, cuando se toma la decisión de plagiar el trabajo del otro, por más capas de pintura que se aplique para disimularlo, los trazos generales apuntan hacia el autor verdadero.


“La literatura”, dice Federico Vite en la primera página del libro, “es un asunto de muchísimas personas”.


En el país de la desconfianza perenne, es normal que exista la duda de si un libro como el de Federico Vite tenga cabida en los estantes de las librerías. Es una buena señal que Tierra Adentro lo haya publicado. Según se ha comprobado, en este momento no resulta fácil encontrar la novela, espero no pecar de ingenuo, pero supongo que se debe al cambio de administración, cuya burocrática ceremonia entorpece las labores de los recién llegados, retrasando los trabajos que caracterizan a Tierra Adentro: las presentaciones en todo el país y la distribución del fondo editorial.


No sería insólito que empezaran a trascender rumores sobre la intención de sepultar el libro y condenarlo a la oscuridad, o leyendas urbanas en las que Federico Vite aparezca como un joven escritor grosero e insolente, desubicado y de tendencias sexuales poco claras, que despotrica barbaridades contra Octavio Paz y su figura imprescindible. Recuerden que México, además de petróleo, gas y niños, es prolífico en mitos, historias y tradiciones. Tampoco hagan caso si escuchan el comentario de un hombre jura y perjura, en una cantina o en los baños de CONACULTA, que se prepara un complot para evitar a toda costa que Federico termine de escribir una novela, en la que Carlos Fuentes y Fernando del Paso luchan para apoderarse de los poemas de un joven taxista.


Si existen indicios de censura será deber de todos nosotros exigir que el libro de Federico Vite aparezca en las librerías, no por la amistad que nos une a él, sino porque en el continente literario no hay cabida para secretos o silencios impuestos de facto. Si esta novela genera una ola gigantesca que raye en el escándalo, que el impulso de esas aguas violentas funcione como mecanismo que le permita a Fisuras en el continente literario llegar a un público más extenso, que sea de ese modo como otras personas se acerquen a los demás libros de Federico Vite, voces inéditas que pronto estarán en las manos de algún lector que recordará, con una sonrisa franca en el rostro, la imagen de Octavio Paz maniatado, con una máscara de Bart Simpson ocultando su rostro.