lunes, agosto 24, 2009

Entre Remi y Juanito Farías.

Hay un deseo enfermizo por pertenecer a una tribu. En un reflejo ancestral de compañía, el ser humano trata siempre de encontrar un vínculo que lo una a otros de sus semejantes, ya sea por una afinidad de ideas, de estilos, o, en un acto de sobrevivencia, para defenderse de las agresiones de otros grupos. El nombrar con algún epíteto o mote a los grupos o generaciones de pintores, escritores o músicos que disputaban los controles de las instituciones de enseñanza artística a sus contrapartes, fue una tendencia bien arraigada a principios del siglo XX, cuando cubistas, dadaístas, estridentitas o infrarrealistas alzaban la voz mediante un “manifiesto” exigiendo la ruptura con las viejas y ancladas tradiciones artísticas.
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En mi particular caso, he oído muchas discusiones respecto al nombre con que los futuros críticos literarios habrán de bautizar a nuestra generación. “Generación de la Crisis” me parece demasiado ambiguo. La crisis se extiende desde la caída de México-Tenochtitlán hasta nuestros días, por lo que su sombra cubriría a todos los artistas mexicanos del pasado, presente y del futuro. “Generación del Temblor” corresponde a aquellos que atestiguaron la destrucción de la ciudad y que colaboraron sacando muertos y herido de entre los escombros.
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Si algo aglutina a nuestra generación son dos fenómenos ocurridos a principios de los años ochenta: Remi, la caricatura, y Juanito Farías, el campeón sin corona. Dos referentes generacionales inolvidables. Dos sucesos que marcaron nuestra niñez a hierro candente.
A veces he comentado en broma y en serio que nuestra generación se jodió por Remi y por Juanito Farías.
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Remi es una historia cristiana. Remi es el hijo de nadie que habita en una destartalada cabaña, un niño que pasa hambre y halla regocijo en la pobreza; cuando llega el día en que conoce a su padre —momento que añora—, es tratado peor que un perro sarnoso. En el peor de los dramas, el sujeto le revela que es un hijo de nadie, pues lo encontró en la calle. Tras venderlo por unas monedas a un actor ambulante, el seño Vitalis, un loser al que sus cuerdas vocales le juegan una mala pasada, y pierde su bien merecida fama como tenor, Remi vive el peor de los viacrucis desde las épocas de Jesucristo. El viaje le enseña que la vida es dura, terrible y mierdera, pero siempre, al final, se obtiene una recompensa, materializada en el descubrimiento de que es un niño inglés, que no francés, y muy rico. Aquellos que frente al televisor contemplaron absortos la muerte de Vitalis y no durmieron pensando en el negro futuro de Remi, supieron que la muerte rondaba afuera. Desde ese momento dejamos de ser niños, cuando descubrimos que algún día moriríamos.
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Juanito Farías tuvo el apoyo de todo el país para ganar el festival “Juguemos a cantar”. Dicho apoyo tiene su origen en el complejo de inferioridad que carcome a los perdedores y que consiste en prenderle una veladora al más débil, aguardando que se repita la historia de David y Goliat. Desde ese día supimos que los sueños son quebradizos, y que la búsqueda del triunfo por la vía las lágrimas y la lástima es un camino peligroso que de derrumbarse, termina por arrastrar no sólo el cuerpo de quien lloriquea, sino el alma de toda una generación.
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Desde ese momento se grabó en mi sique que el mexicano que inscribe su nombre en la historia es el que ha perdido hasta la vergüenza, pero con dignidad.
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Quienes han optado por llamarla “Generación Atari” ignoran dos hechos fundamentales: 1) No todos tuvimos Atari; 2) La inmensa mayoría de nosotros recordamos a Remi y a Juanito Farías como un hecho consumado, no como un simple acto de entretenimiento .
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Asideros de una generación que no se encuentra a sí misma, propongo que quienes nacimos a finales de los setenta y que hoy vivimos nuestros años treinta, nos aglutinemos en la “Generación Remi-Farías”, donde nos inmolemos en la pira de nuestros fantasmas.
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