lunes, junio 11, 2007

Roxette en México



En alguna época no muy lejana, aunque resulte difícil imaginarlo, el mundo era bastante simple y todos acatábamos sus reglas: prohibido mezclar calcetines blancos con zapatos negros, los pantalones de mezclilla podían arremangarse si se usaban tenis (llevar mocasines se penalizaba con el apelativo de naco), los rebeldes fumaban John Player Special, supuestamente nadie ingería alcohol, los “antros” se denominaban discotecas (como el News o el Magic Circus) y volvíamos temprano a casa, a las nueve o diez de la noche, por orden expresa de nuestros padres. El máximo triunfo al que aspirábamos se materializaba en los siete dígitos del número telefónico de alguna chica (para no invitarla a ningún lugar pues nunca había dinero suficiente y sus padres no le darían permiso para salir con un chavo). El rap dominaba la escena musical en México, siendo requisito indispensable tener MTV (el original, no la versión latina) para copiar el peinado de Vanilla Ice y los pasos de Ice, ice, baby, factores que impresionaban a las chicas en las tardeadas que se organizaban en los colegios de monjas, donde algún salón de clases con olor a lápiz adhesivo Resistol funcionaba como discoteca y se bailaba, entre otras gloriosas canciones, Square rooms de Al Corley o U can´t touch this de MC Hammer. Quienes escuchábamos rock-pop admirábamos a Roxette, la segunda máxima aportación musical de Suecia al mundo, después de Abba.

Ya había escuchado The Look y me gustaba mucho pero no sabía quién la cantaba. Hasta que en mil novecientos noventa y dos, un amigo me preguntó: ¿Ya oíste lo nuevo de Roxette? ¿Quién?, pregunté. Los que cantan The Look, respondió. Me prestó su walkman Sony (obligatorio contar con uno de esos extraordinarios aparatos, de preferencia amarillo, a prueba de agua). Yo sólo escuchaba a los Beatles o los Doors, y una que otra canción del Tri (en esa época estaban prohibidos, sólo la gente de barrio y los marihuanos escuchaban los berridos de Alejandro Lora). Desde la introducción de Joyride, aquel ambiente de feria pueblerina, con un anunciador que informa la siguiente salida de los carritos de la Montaña Rusa, me subí con Per y Marie al viaje divertido. A partir de ese día me hice fan de Roxette.

No me importaron las críticas de mis compañeros de la secundaria que a cada rato me recordaban que el dueto sueco era muy fresa. El silbido de Joyride (que por desgracia no puedo reproducirlo aquí) se convirtió en mi tarjeta de identificación, en un código que sólo unos cuantos conocíamos. Lo usaba al llamar a mis amigos en el edificio donde vivía o cuando le pedía algo a mi madre. Roxette se volvió un sinónimo de mi personalidad.

Compré el Joyride, disco que abrió la puerta de mi adolescencia, en edición de vinil en un Gigante próximo a mi casa y más tarde Look Sharp, álbum que les dio fama mundial, en una tienda cerca de Mixcoac (Mix Up creo que todavía no existía, sólo Sonido Zorba).

No recuerdo cómo supe que Roxette venía a México. La gira Join the Joyride llegaría a nuestro país donde la tradición de conciertos apenas iniciaba. Sin embargo, por pertenecer a la clase baja alta, tuve que esperar la siguiente quincena para que mi papá me diera el dinero suficiente para comprar un asiento lo más cerca del escenario.

Para cuando pude ir a las taquillas del recién remodelado Auditorio Nacional, el destino ya jugaba en mi contra: los boletos de primera fila se habían agotado. En vez de una compré dos entradas (la mía y otra para mi hermano quien salió beneficiado con la tragedia) en la zona de balcones. Su precio: ciento treinta mil pesos cada uno (la moneda todavía conservaba sus tres ceros).

La noche del veinticinco de marzo de mil novecientos noventa y dos, a bordo de un vagón del metro de la línea nueve, dirección el Rosario, llegamos al Auditorio Nacional. Según la historia familiar, yo alguna vez había estado dentro del antiguo recinto cuando era un bebé, durante un concierto de Alfredo Zitarrosa.

La contundencia del edificio, los reflectores que iluminaban el cielo y los cientos de personas que ingresaban con boleto en mano, aumentaban mi emoción. ¿Cómo tenía que comportarme en mi primer concierto de rock-pop? No lo sabía. Iba vestido con pantalones de mezclilla (no recuerdo la marca pero seguramente eran patito porque aún no usaba los famosos Aca Joe) y una camisa color rosa con líneas blancas y azules marca Furor.

En el vestíbulo, antes de ir hasta nuestros lugares, fuimos a ver los souvenirs y me compré la playera negra estampada con la fotografía interior de Joyride, donde Per se inclina hacia la derecha sosteniendo su Rickenbacker negra, mientras Marie flexiona ambos brazos sobre su pecho y mantiene una pierna en el aire.

Cuando nos indicaron la puerta por donde debíamos entrar y una edecán nos llevó hasta nuestros asientos (fila Q, asiento 32 y 33), me dieron envidia las personas que ocuparían los primeros lugares, ahí, donde según yo le pediría a Per que me regalara su armónica o para asegurarle una y otra vez a Marie que estaba enamorado de ella.

Desde aquel lejano balcón que ocupaba resultaría imposible que me escucharan. Mi desilusión aumentaba conforme pasaban los minutos y seguían vacíos muchos asientos de primera fila que inteligentemente ocuparon asistentes de otras filas cercanas.

A la espera de ver a Roxette en el escenario, hice lo que todo primerizo: mirar hacia arriba. Me sorprendieron las enormes bocinas colgadas del techo, los tubos del órgano monumental y las decenas de lámparas. Luego miraba hacia los lugares más alejados del escenario y me consoló saber que después de todo no era quien más alejado estaba.

A las ocho treinta en punto abrió el concierto Juguete Rabioso, grupo mexicano desconocido para mí que actualmente yace sepultado en el panteón del olvido. Como buen telonero (nunca los dejan hacer prueba de sonido), sonó terrible y el vocalista cometió el error de gritar, extasiado por la belleza del lugar que no pisaría jamás: “Gracias por abrir este espacio tan chingón a los grupos mexicanos”.

Aquellas palabras altisonantes resultaban adecuadas para una tocada en Neza o en Rockotitlán, pero en el recinto de concreto martelinado de la avenida más importante de la ciudad de México, donde la fresada se había congregado para escuchar It must have been love, Dangerous, Dressed for succes, Paint o Spending my time, sonaron a desafío, a amenaza. Las niñas que habían comprado esos tubos flexibles y transparentes, rellenos de pintura fosforescente, formaban expresiones como ¡Buu! y exigían la salida inmediata del lépero, (“Por eso no los invitan, por groseros”, comentó alguien), cuya música “densa” contrastaba con la alegría de Joyride o la nostalgia de Church of your Heart.

Pasado el mal rato, minutos después, se oyeron las notas roqueras de Hot-blooded, que según los críticos era una canción muy fuerte para ser del repertorio de Roxette. Marie Fredickson llevaba un traje de piel negro, ceñido a su delgada anatomía, y durante algún tiempo usó una taleguilla de torero. Per Gessle también iba vestido de negro. Me sobresaltó la palidez de su piel, y me sentí un poco desilusionado porque no llevaba sobre la frente aquellos flecos ochenteros como en la portada de Joyride, y porque además él no hacía ninguno de los riffs; sólo se dedicaba a acompañar aunque a veces ni eso, porque al cantar soltaba la guitarra.

Detrás de nosotros, unas cuatro o cinco chicas habían ido juntas a ver a Roxette. Cuando inició It must have been love, se abrazaron unas a otras como felicitándose por algo, o recordando algún amor fallido.

La mismo sucedió cuando tocaron Fading like a flower. Maneras tan afectadas no podían ser reales y lo comprobé cuando una de ellas me preguntó, quizá porque se dio cuenta que me sabía todas las canciones: ¿De dónde son? ¿Son ingleses? No, son suecos, le respondí y me di cuenta que si en todo el auditorio había un fan verdadero ese era yo. Te apuesto, le comenté a mi hermano, que ni siquiera saben de qué pueblo de Suecia son.

Porque Roxette no nació en Estocolmo sino de Halmstad.

Cuando tocaron The Look, Jonas Isacsson (lead guitar) demostró ser un gran guitarrista al estremecer las enormes bocinas del Auditorio, encadenando una serie de riffs muy agudos y empleando el trémolo de su guitarra roja de caja ancha. Tanto me impactó que al día siguiente, relatando mi experiencia en la secundaria, comparé su calidad con la de Slash de Guns and Roses y me gané la animadversión de muchos admiradores del hard-rock o heavy metal o trash o a cualquier género al que pertenecieran las Rosas y las Armas.

El clímax y el ocaso iniciaron cuando unas cinco o seis pelotas de colores y de gran tamaño comenzaron a rebotar entre los asientos de primera fila y se escuchó el silbido de Joyride. Como estuve en uno de los balcones, tampoco pude tocar las pelotas que en ocasiones no dejaba ver el escenario. Luego, como lo dicta la costumbre, Roxette agradeció los aplausos, Per se inclinó respetuosamente, Marie agitó sus manos una y otra vez, alguien le ofreció un ramo de flores, se apagaron las luces y las cortinas se cerraron. Algunos inexpertos como mi hermano y yo comenzamos a salir para evitar tumultos. La operación fue casi un éxito pero justo antes de salir al vestíbulo del Auditorio, la música y los aplausos de la gente volvieron. Corrimos otra vez hacia nuestros lugares para observar a toda la banda cerrar con Perfect day, la última canción de Joyride. El viaje estaba por concluir.

Al día siguiente darían su último concierto en México. Prometieron que volverían.

Roxette editaría después Tourism, Crash Boom Bang, una recopilación de éxitos y hasta grabarían un disco con sus más famosas canciones ¡en español! pero ya nada fue lo mismo. La roxettmanía, si acaso existió en nuestro país, se evaporó como el optimismo del país entero que soñó con el primer mundo y se quedó donde siempre.

Algo se rompió aquella noche de mil novecientos noventa y dos: Roxette incumplió su promesa y todavía hoy algunos ilusos creen que volverán en cualquier momento. Por mi parte jamás he regresado desde entonces al Auditorio Nacional.

¿Volveré el día que Roxette regrese a México? No creo. Estoy muy grande como para creer en coincidencias.





1 comentario:

Borbon dijo...

Excelente narracion.
Igual soy (aun) muy fan de ellos.
Y si, jamas regresaran. Todos creimos que con Crash! y jamas nos cumplieron. Luego con Room Service...

Dicen por ahi que fue porque Per se cayo en el escenario en el concierto del 26 y eso para ellos fue de muy mala suerte.

No se...

Pero si, yo me quede con ganas de verlos.
Y si, aun conservo mi boleto.

Gracias por los recuerdos!!!