sábado, junio 16, 2007

Cárcamo del Río Lerma


La segunda sección del Bosque de Chapultepec se inauguró oficialmente en 1962. Sus 127 hectáreas de extensión no pertenecían propiamente a la superficie natural e histórica del Bosque, pero la necesidad de preservar para la devastadora ciudad de México enormes zonas verdes, obligó al gobierno federal a incorporar esa enorme reserva natural al territorio del bosque de Chapultepec.

A la manera del Central Park de Nueva York, el Distrito Federal cuenta con un gran pulmón dividido en tres partes.

Está Segunda Sección, diseñada por el arquitecto Leónides Guadarrama, se pensó como una gran área de juegos y esparcimiento. Ya sea bajo los nombres de “Juegos Mecánicos”, “Feria de Chapultepec”, o dependiendo de la imaginación de los concesionarios en turno, el espíritu del lugar garantiza diversión para todas las edades y todos los bolsillos.

Además de la diversión, la zona cuenta con un gran lago, protagonista de un curioso episodio histórico: antes de que el presidente Adolfo López Mateos inaugurara la Segunda Sección, por algún defecto en el recubrimiento de fondo del lago, el agua se filtró hacia el subsuelo, y literalmente el presidente inauguró un lago fantasma. Pasadas algunas semanas y corregidas las imperfecciones, el agua no volvió a desaparecer.

Por otra parte, varios museos se asientan en los terrenos de esta parte de Chapultepec, como el Museo de Tecnológico, recientemente remodelado y administrado por la Comisión Federal de Electricidad, el de Historia Natural, característico por sus cascarones de concreto —también rescatado del abandono—, y el Papalote Museo del Niño, diseñado por Ricardo Legorreta y terminado de construir en 1993.


Además del popular “trenecito” y las fuentes de relieves prehispánicos construidas tardíamente, pues remiten a la época de los años treinta cuando se buscaba una arquitectura eminentemente “mexicana”, esta sección del Bosque de Chapultepec cuenta con un pequeño edificio, muy interesante, construido durante la segunda mitad del siglo XX, exactamente en 1951.

De nombre rimbombante y de difícil comprensión, el Cárcamo del Río Lerma es uno de tantos edificios olvidados e ignorados no sólo por el público en general sino también por la mayoría de los arquitectos. Se denomina cárcamo a toda instalación diseñada como un registro, cuya función es la de redistribuir el agua para limpiarla o retener sus impurezas como arcillas, arenas o sedimentos, que deben separarse del líquido antes de distribuirlo en hogares, oficinas o fábricas.
Vale la pena recordar algunos datos relevantes sobre el Distrito Federal de esos años. Cuando la ciudad de México era un territorio viable y podía recorrerse de punta a punta sin dificultades, también los problemas con el agua eran mínimos, prácticamente inexistentes. Hacia los años cincuenta la población de la capital del país pasó de 1’700’000 habitantes, registrados en 1940, a 3’500’000 a mediados del siglo pasado. México pasó de ser un país eminentemente rural a uno urbano a plenitud, que con el crecimiento acelerado de la industria y la llegada de empresas extranjeras a México, propició la incontenible migración del campo a la ciudad, hecho que estimuló el crecimiento urbano sobre todo en el norte, oriente y nor-poniente.

En este contexto se inician los trabajos para conducir agua desde el valle de Toluca a la ciudad de México, aprovechando los manantiales y afluente del Río Lerma. Como obra de ingeniería es inigualable; sólo proyectos como el metro o el drenaje profundo pueden competir con la audacia de los técnicos mexicanos para abastecer una voraz ciudad ubicada a una altura de 2’240 metros sobre el nivel del mar. Sin embargo, la desmedida explotación de estos afluentes ha dejado sin recursos hidráulicos una vasta zona del Estado de México, desterrando a miles de campesinos y provocando la escasez del líquido en buen aparte de los llamados municipios conurbados.

El Cárcamo del Río Lerma fue proyectado como el sitio en el que confluyen las aguas del sistema hidráulico, y que a su vez, se distribuyen hacia cada punto de la ciudad. A espaldas del Cárcamo, existen cuatro grandes cisternas circulares, antaño embellecidas por fuentes cuyos bordes semejan la piel de una serpiente infinita, una representación de Quetzalcóatl. Encima de estas grandes cisternas, justo en su centro geométrico, se levantan unas torrecillas sacadas de algún cuento de hadas o de un manual para construir castillos medievales. Estas casetas derruidas y muy maltratadas, luego de cruzar una puerta enrejada, conducen hacia las casas de bombas. En la actualidad, estas extensiones se usan como canchas de futbol.

Fue el arquitecto Ricardo Rivas Rivas, egresado de la UNAM y miembro en los años cuarenta de la Unión de Arquitectos Socialistas, quien proyectó este pequeño templo dedicado al agua y cuyo dios azteca Tláloc, ocupa un lugar importante en todo el conjunto. Sin embargo, la sencillez de este pabellón se ve mejorada con la incorporación de la pintura y la escultura. Diego Rivera, congruente con la ideas de integrar plásticamente las artes figurativas, se encargó de pintar el mural “El agua en la evolución de la especie” y de construir la gran fuente que antecede el Cárcamo del río Lerma.

El partido arquitectónico es muy claro: se trata de una pequeña caja, rematada por una cúpula translúcida de media naranja, sostenida por un tambor que es, a su vez, la caja que contiene el mural y el cárcamo.

Los costados de la caja presentan un basamento de piedra negra, que contiene la caja y que más atrás, se vuelven unas escalinatas que llevan hacia un complicado mecanismo que cierra o abre las compuertas del sistema hidráulico. Las paredes de estos costados están recubiertas con cantera de tono natural, apiladas como un almohadillado que llega hasta el límite superior del edificio. Las cuatro esquinas de la caja están rematadas por unas gárgolas en forma de serpiente, lo que remite a la idea de Quetzalcóatl y su relación con las fuentes antes descritas, ubicadas detrás del Cárcamo.

Se trata de un templo dedicado a Tláloc. De hecho, podríamos comparar los conceptos formales del Cárcamo con un templo griego o incluso con el Panteón de Agripa en Roma.
Recordemos que el Panteón es un templo al que se entra luego de cruzar un pórtico “anfipróstilo”, con una serie de columnas in antis o al frente y en la parte posterior, que protegen a la cella o naos, donde viven los dioses. El Cárcamo posee una serie de columnas in antis y otras en la parte posterior, que protegen el espacio central, donde se halla el mural, o si se quiere, donde vive Tláloc, dios del agua. En este caso, el arquitecto Rivas no remató, afortunadamente, el pórtico con un frontón a la manera griega.

Una vez adentro, luego de pasar por el pequeño pórtico, entramos propiamente en la caja. La cúpula, al no ser completamente esférica, se nota suave y muy ligera, además que su material translúcido la hacen parecer de vidrio o de plástico. Por desgracia, algunas esquinas del tambor se hallan saturadas de salitre, producto de una o varias goteras que en un momento dado, podrían afectar de nuevo el mural.

Un barandal de acrílico transparente protege el mural de Diego Rivera, que se halla a unos cinco metros a partir del nivel por el que se entra. A esa altura, pueden apreciarse todos los detalles de la pintura. La idea principal de la “El agua en la evolución de la especie”, es la de mostrar que el milagro de la vida, así como el avance de la humanidad, que se debe enteramente al agua. Al centro del mural, que se levanta desde el suelo y se eleva por sobre las paredes del gran cárcamo, Rivera pintó la célula primigenia, la primera, aquella que supuestamente nació en el mar y que tras varios millones de años fue evolucionando para crear los primeros organismos unicelulares que a su vez derivarían en los seres pluricelulares, que tras otros tantos millones de años, darían pie al surgimiento del hombre en la tierra. Conforme esta célula va cambiando y se aproxima al arranque de los muros especies más evolucionadas como peces y moluscos aparecen conviviendo en perfecta armonía con la flora subacuática, la cual culmina su evolución con el ser humano: en el muro norte aparece una mujer de raza asiática embarazada y en el sur, un hombre de raza negra. El muralista representa los usos del agua: mitiga la sed, sirve para la higiene, la agricultura y el deporte.

Del lado del pórtico de acceso, viendo el mural, se observa un túnel resuelto mediante una bóveda de medio punto. Por ahí entraba el agua proveniente del Lerma, y que luego se distribuía por cuatro compuertas ubicadas frente a este túnel. Arriba de este túnel, Ribera pintó un par de manos, manos de Tláloc que regalan el agua a los hombres.

Según las ideas de Rivera, el movimiento del agua hacia que los organismos pintados en el suelo, parecieran vivos. Se trataba de una pintura que convivía directamente con el agua: una obra de arte en movimiento. Con el fin de que la pintura se conservara, Rivera utilizó poliestireno y hule líquido, porque, según la ficha técnica de esos materiales, resistirían el paso del agua, lo mismo que los químicos empleados para su purificación. Sin embargo, los materiales no pudieron resistir, y casi desde su inauguración, la pintura comenzó a desprenderse, llegando a tales límites que muchas partes del suelo viviente desaparecieron con el paso del tiempo. De hecho, en la década de los ochenta, algunos trabajadores colocaron una capa de impermeabilizante, cubriendo los pocos restos de pintura que aún quedaban.

En 1977, el Centro Nacional de Obras Artísticas (CNOA) dictaminó sobre el estado de conservación del mural, viéndose ya la necesidad de desviar el curso del agua a fin de interrumpir su paso por el Cárcamo. El proyecto no pudo arrancar, pero hubo algunos intentos posteriores en 1982 y 1986. No fue sino hasta 1990 cuando pudieron Ilevarse a cabo las complicadas y costosas obras de ingeniería para cambiar permanentemente el curso del agua que llegaba a este recinto. Además, por medio de un sofisticado programa de computadora, los restauradores de INBA pudieron reconstruir la superficie del mural cubierta por el impermeabilizante, gracias a las fotografías que Guillermo Kalho, padre de la pintora Frida Kalho, tomó del edificio y del mural.

También son interesantes los mecanismos para cerrar las cuatro compuertas del cárcamo, unos engranajes pesados que aún se conservan dentro del edificio.

El más brillante ejemplo de la integración entre arquitectura, pintura y escultura, se da con la fuente de Tláloc en el exterior. A simple vista la fuente parece no tener una forma definida. Sobre el gran estanque en forma de abanico, Tláloc parece tomar, literalmente, el sol. El diseño de esta figura fantástica sólo puede apreciarse totalmente desde el aire, aunque a nivel de tierra es posible valorar sus cualidades plásticas, entre las cuales destaca la fuerza del cuerpo del dios bifronte, para significar que el sitio es a la vez ingreso y salida del agua, que brota significativamente de la cabeza. Visto a la distancia, se entiende que la figura del dios reposa sobre sus propias aguas y con los brazos y piernas extendidos. Lo que más sobresale es la cabeza bifronte del dios prehispánico. Rivera se basó en una antigua tradición prehispánica para decorar la fuente con relieves policromados, introduciendo azulejos y piedras de colores. Sobre este tipo de técnica había experimentado en el Anahuacalli, en 1944, al trabajar con el constructor, Juan O’Gorman, para integrar esta policromía pétrea a los colados de los techos.

También llama la atención el grueso borde de este estanque, elaborado a manera de un vertedero, y cuidadosamente realizado en piedra de recinto, para lograr el efecto de un fluido sin límites.

Uno de los rostros del dios mira hacia el cielo. El otro, inexplicablemente, mira hacia el interior del Cárcamo. Digo inexplicable porque a simple vista que el rostro de Tláloc mire hacia el interior del pabellón, parece gratuito, o un capricho de Diego Rivera. Sin embargo, dentro del Cárcamo, luego de caminar hacia delante y ubicarse sobre el barandal, justo donde se hallan los mecanismos que cierran las compuertas, un eje lineal unifica ese rostro pétreo de Tláloc con las manos que por encima del túnel, rebosan de agua, la cual se desborda sobre las paredes y los límites del túnel. El efecto tridimensional es tan sorprendente que produce una extraña emoción, algo que sin duda vincula a quien descubre este motivo, con la fuerza del edificio.

Hasta antes de la intervención para recuperar el mural, el edificio denotaba el paso de los años.
A sus cincuenta y cinco años de edad , en la actualidad el edificio luce bien conservado, aunque las obras de remodelación hayan modificado un tanto su aspecto. Con el pretexto de proteger el mural por el efecto de la luz del sol, fue colocado un vidrio semi-polarizado, sostenido con unos marcos de aluminio dorado, lo que sin duda, interrumpe la transición del pórtico, nulificando los conceptos de dentro-afuera y equipara el Cárcamo con cualquier edificio de la colonia del Valle o Narvarte. Por fortuna, hace pocos meses fueron retirados estos canceles pues se descubrió que aumentaban la temperatura del interior y el edificio recobró su antigua imagen.

Por otro lado, hace falta un trabajo de restauración total exclusivo para el edificio, puesto que, en algunas zonas, la cantera se ha desprendido. Así mismo, son evidentes algunos trabajos “hechizos”, adaptaciones para contactos de luz o salidas para lámparas que afean la imagen del pabellón. El mantenimiento es nulo, tanto al interior como al exterior. Dentro del Cárcamo, es evidente el polvo acumulado en el piso, así como algunos papales tirados sobre el mural. La falta de promoción para que el público acuda a conocer este sitio, propicia que permanezca cerrado toda la semana. Sólo los domingos se abre al público, con un costo de 15 pesos.

Al ser un sitio casi desconocido, a pesar de estar en una zona de constante tránsito tanto de peatones como de automóviles, el Cárcamo del Río Lerma no puede considerarse un icono, aunque debiera de serlo, porque podría ser un modelo a imitar cuando en la ciudad se excavan pozos en los parques o jardines de la ciudad, sin ninguna calidad estética o espacial. Pensemos que este cárcamo cumple con la sencilla tarea de conducir agua: en un momento dado podríamos suponer que para tal fin no hubiera sido necesario que un arquitecto y un pintor mexicanos, trabajaran para producir un edificio-templo que alberga un mural trascendente y único en el mundo. Ese debiera ser el modelo a partir del que cualquier obra, por más “ingenieril” o ajena a cualquier vivencia espacial, debiera plantearse y construirse.

El edificio, en ese sentido, resume las aspiraciones de su época: la búsqueda de la modernidad mexicana, la construcción de grandes obras en beneficio de la gente, y la integración plástica de las artes. Cabe recordar que será en Ciudad Universitaria donde los muralistas como Rivera y Sequeiros, llevarán a cabo, quizá, el último esfuerzo por unir la pintura y la escultura, acción que hoy en día ha sido abandonada por la búsqueda del “minimalismo” mal entendido y representado en los “modernos lofts”.

1 comentario:

Unknown dijo...

Un amigo mío está diseñando un proyecto sonoro a propósito del Cárcamo del Río Lerma. Fue él quien me remitió a este artículo fantástico, espléndidamente bien escrito, inteligente y preciso. Cuando uno descubre tantos sitios en la ciudad de México aún por descubrir, pero lo hace guiado por los comentarios de un experto perspicaz y talentoso, no podemos más que mostrar una gratitud inmensa. Lamento no tener mayores referencias del autor, quien tal vez sea arquitecto e historiador del arte, pero sus observaciones ricas en contexto histórico y en apreciaciones técnicas y estéticas, debieran servir de ejemplo a lo que el trabajo de divulgación artística debiera ser en todos los medios. Mi reconocimiento y admiración al autor. Visitemos el Cárcamo del Río Lerma, que hasta donde sé, lo han cerrado y no está abierto más al público. Es una pena. Daniel González Marín, davor25@hotmail.com