miércoles, septiembre 20, 2006

Nuestra querida sección: Piérdete este libro


La invasión. Ignacio Solares (Chihuahua, 1945)

Fantasmas verdaderos protagonizan la nueva novela de Ignacio Solares, La Invasión, editada por Alfaguara. Y al hablar de fantasmas no me refiero a formas etéreas o a espíritus chocarreros que traspasan el umbral del más allá para manifestarse en nuestra realidad, sino a que los personajes del libro carecen de alma, cuerpo y fuerza. El tema, —utilizado por Solares como escenario de fondo donde se desplazan sus espectros—, no podría ser mejor: la invasión norteamericana de 1847, la misma que le costó a México más de la mitad de su territorio. Sin embargo, si algún lector potencial pretende encontrar en las páginas de esta “novela” un registro detallado de batallas, cañonazos, declaraciones políticas, destierros, traiciones o caballos desbocados sólo encontrará aproximaciones.

El objetivo principal de la novela es escuchar la crónica-biografía-dictamen-historia escrita por Abelardo, el protagonista-narrador. Literalmente, Abelardo es un hombre sin oficio ni beneficio —ni apellido—, pues gracias a su “posición económicamente desahogada” no se dedica a nada, salvo al muy socorrido y gastado anhelo de convertirse en escritor.

Magdalena, la esposa de Abelardo, —tampoco tiene apellido—, anima a su esposo para que termine de una vez por todas el texto sobre la guerra del 47. El problema es que Abelardo confunde los géneros y narra su insípida, incolora e inodora autobiografía, restándole importancia al tema de la guerra.

A Magdalena, Ignacio Solares la construyó como una mujer de pretensiones intelectuales, aspirante al título de primera feminista mexicana. Lo malo es que cuando habla pontifica, dedicándose, a lo largo y ancho de la novela, a recomendar qué leer, qué decir y cómo comportarse, debilitando su ya de por sí pálida sombra.

Un gran acierto de la novela es la inclusión del cura español Celedonio Domenico de Jarauta, uno de tantos ausentes de la historia oficial, quien dedicó parte de su corta existencia a luchar contra el invasor por medio de una guerra de guerrillas. Según la novela, Celedonio Domenico de Jarauta disparó contra el soldado yanqui que pretendió izar la bandera de las barras y las estrellas en el Zócalo tras la caída de la ciudad, provocando una efímera revuelta capitalina, sofocada a sangre y fuego. Tras ser herido, el cura español se refugia en casa de Abelardo, ubicada en la señorial y veraniega Villa de Tacubaya, siendo este el único hecho substancial en la insignificante vida del protagonista.

Me queda claro que La Invasión fue escrita a las carreras. Una muestra clara es el triángulo amoroso escenificado por Abelardo con su novia Isabel y la madre de esta, también llamada Isabel (además, como dos personajes comparten el mismo nombre y ninguno posee una voz propia, se le complica al lector saber quién está hablando y se vuelve confusa la historia). Cuando el suegro de Abelardo, esposo de doña Isabel y padre de la niña Isabel, se entera de la situación, amenaza con matar al yerno por deshonrar su nombre. Sin embargo, mientras el lector avanza para llegar al punto en que Abelardo se encuentre con su rabioso suegro y se batan en duelo, Solares apuñala el desenlace con una salida digna de una telenovela de Televisa: envía al destierro cubano a toda la familia de doña Isabel. Entonces, ¿cuál es el objeto de abrir un camino que el propio autor dinamitará páginas más adelante?

Solares convierte a sus personajes en exiliados políticos con tal de proseguir con la crónica que Abelardo ni siquiera puede escribir solo, pues intercala en su narración los diarios de un médico amigo suyo, el doctor Urruchúa, cuyos testimonios sobre las dramáticas escenas de la guerra, así como las heridas que ayuda a curar, se convierten en las únicas ventanas por las cuales el lector puede asomarse a la invasión norteamericana.

Así, por una parte tenemos a un protagonista sin nombre ni fuerza para serlo —Abelardo—, y por otro, a un doctor de apellido rimbombante y de difícil pronunciación —Urruchúa— que interrumpe la crónica del primero. Si a eso le agregamos las presuntuosas y aburridas declaraciones de Magdalena, nos encontramos con una novela endeble, a la que le faltó reposo dentro del cajón, y tiempo para madurar en la mente del autor.

Un libro editado por Alfaguara no garantiza su calidad. De ahí que la labor de los editores sea muy importante, pues son ellos los responsables de construir a los lectores, a través de la publicación de obras relevantes y no de textos escritos con la premura de quien debe cumplir con los plazos y las obligaciones de un contrato.

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