miércoles, septiembre 27, 2006

CATÁLOGO DE MUJERES II

Beatriz 1

En esas épocas, las semanas previas al levantamiento zapatista, tenía el deseo de fundar un taller literario. Trataba de escribir todos los días, pero nomás no me salían los temas. Le había dicho a mi papá que me pagara un taller que se anunciaba en el periódico para escribir cuentos, pero la mensualidad le pareció excesiva y además creía que era otra de mis ocurrencias. Platiqué con la Yazz, a quien había conocido en la secundaria y a pesar de que ahora estudiábamos en escuelas distintas, nos hablábamos de vez en cuando. Ella escribía algo de poesía y le planteé la idea. Le pareció estupenda.

—¿Pero a quién metemos al taller? Para empezar a la gente que asista le debe gustar leer, si no de que vamos a hablar.
—En la ULA hay unas chavas que igual le entran.

Así, el 22 de diciembre de 1993, en un Vips de Plaza Universidad, nos reunimos para echar a andar el taller. Los integrantes éramos:

Beatriz Lozano
Yazz Solano
SorayaHernández
Alicia Vega
Sonia Lafranche
Santiago Larrea

Todas para mí. Era el único hombre aunque la belleza de las chicas no era destacable. Pero cuando Beatriz llegó al Vips, con su camisa blanca, pantalones de mezclilla ajustados y sus mocasines negros, me dije, Santiaguito, vas, no me falles.

Y así le hice. Primero leí un discursillo que se me ocurrió para inaugurar el taller y darle solemnidad al acto. El escrito tenía frases como: “Durante casi toda nuestra vida nos esmeramos por encontrar gente que sea como nosotros” o “Hay veces que me siento solo en el mundo”. Con razón mi papá no me quiso pagar el taller de cuento y terminé dedicándome a otra cosa años después.

Cuando la reunión se iba a terminar mi cerebro trataba de encontrar la manera de volver a ver a Beatriz. Se me ocurrió algo que no me comprometía ni revelaba mis intenciones: Pásenme sus teléfonos para avisarles de la próxima reunión ¿okey?

Les pareció buena idea a todas, hasta a Yazz que pudo arruinar el plan con sólo decir que ella les avisaba, al cabo que estudiaban juntas.

Todo salió bien. Ya tengo el teléfono de Beti, pendejas, ustedes no me interesan, pinches arañas. Si no las vuelvo a ver, mejor para mí. Ni siquiera saben que es un taller literario.
De hecho no hubo jamás otra reunión.

Hola Beti, que onda, por qué mañana no nos vemos para discutir algunos aspectos del taller, ya sabes los temas, las reglas, porque debe haber reglas si no imagínate el desmadre. Pero mañana no puedo. Bueno no te apures, cuando tú quieras. ¿El miércoles? Perfecto, vamos al Mc’Donalds del Parque Hundido ¿no?
Todo listo, Beatricita, agárrate.

Debo confesar que nunca había tenido novia. Y creo que esta era mi primera cita en serio. Conseguí dinero como pude porque no podía decirles a mis papás que me iba a ver con una chava. Aunque dudo mucho que les hubiera importado la razón que les diera y hasta se habrían sentido tranquilos al ver que comenzaba a interesarme en las mujeres.

El primer defecto que advertí en Beatriz es que era de pelo en pecho y en la cara. Me sobresaltó la primera vez que me di cuenta como le surgía un bigotillo encima de los labios así como unos pelillos que formarían una patilla estupenda. Pero era una mujer brillante, me decía a mí mismo, que leía, pensaba y actuaba. Por otra parte yo no había tenido novia antes y este no era el momento de rajarme por un defecto corregible con algunas cremas o emulsiones especiales.
Le gustaba ir a los museos y no le importaba que no tuviera coche, a pesar que algunos de sus amigos —que nunca conocí— sí tenían.

Después de comer unas hamburguesas en el Mc’Donalds, caminamos por el parque Hundido y la verdad, sentía que estaba paseando con mi gorda en la Alameda a las doce del día. Platicamos de cultura, museos y libros. Yo había leído más cosas que ella, aunque su fuerte era la filosofía y Erick Fromm. Luego empezamos con las confesiones y le dije que me gustaba. Afortunadamente ella sentía lo mismo por mí y las cosas no fueron difíciles. Ya para cerrar el trato, regresamos en taxi a su casa para consentirla un poco. Ella vivía sobre Progreso, casi llegando a Insurgentes, muy cerca de mi casa. Pero nos bajamos antes de llegar a Patriotismo, para caminar y estar juntos unos minutos más. La tomé de la mano, y afuera de una casa de rejas verdes, le pregunté si podía besarla. Sí, me respondió. Y la verdad es que no era un profesional en el arte del picorete, así que junté mis labios con los suyos y me movía como en las películas. Extrañamente, no sé como tomaba aire y al pasar por la garganta un extraño rumor como chillido de gato se me salía. Me dio pena el ruidito, pero ni modo. Metros más adelante le di otro beso, con el mismo resultado. Hasta entonces le pregunté: ¿Quieres ser mi novia? Sí, fue la respuesta, concretito.
Regresé radiante, feliz, ahora sí las cosas marchaban bien. Atrás quedaron los días grises y solitarios de mi vida de puberto.

Como a las dos semanas de salir juntos, me llevó a conocer a su familia aunque, por razones que nunca me aclaró, prefirió no mencionarles a sus padres la relación que sostenía conmigo. No le di importancia al hecho puesto que a mi me daba un poco de pena que se enteraran y se dedicaran a darnos consejos inútiles.

Su papá, era biólogo o algo así de acuerdo con lo que me contó los días previos a la presentación. Supuestamente el hombre declamaba poesía y era tal la emoción que le imprimía al asunto que lloraba lo que me parecía un tanto ridículo. Yo nunca lo vi hacerlo, pero cuando Beti me lo presentó pensé que se trataba del portero del edificio. Mal vestido, gordo, medio pelón, los dientes chuecos y disparejos. Su mamá tenía la piel blanca como Beatriz, los ojos chicos y tristes, de actitud sumisa e insegura. Se suponía que a la mamá le encantaba la música clásica y un día en su casa, la señora prendió el radio en una estación de música grupera a todo volumen. De inmediato Beatriz se disculpó por el escándalo diciéndome que acaban de reparar el estéreo y que el técnico, para probarlo, seguramente sintonizó esa asquerosa estación. Le creí a medias. Su familia no poseía, de ninguna manera, el aire que ella me había descrito. Además Beatriz era medio cochina: su cuarto era una pocilga, nunca lustraba sus zapatos, algunos de sus cuadernos tenían manchas de comida y creo, ahora que lo pienso, que no se bañaba regularmente.

Mi cumpleaños coincidió con nuestro noviazgo y Beti me regaló un disco de Mozart, Los conciertos para flauta números 1 y 2. Me sentía feliz, andaba con una chica guapa (para mí lo era en ese momento), inteligente y que además “pensaba”. Esta expresión me la contagió ella misma pues gustaba mucho de juzgar a sus amigas y la gente en general porque no “pensaban”. Quería decir con eso que no leían ni escribían dedicando su vida al ocio. Curiosamente ella jamás me mostró algo que hubiera escrito.

A mi favor debo decir que en la cuestión de los besos mejoré considerablemente, aunque mi exceso de salivación, en algunos momentos, desteñía el carmín de sus labios y yo quedaba con la boca colorada. Me di cuenta que si usaba la lengua y la revolvía con la de ella, el resultado era una erección que trataba de disimular, sacando mi trasero levemente, para no embarrarle mi pene en la pierna.

Cumplimos un mes. Lo celebramos en el Péndulo de la Condesa, con unos sándwiches exquisitos. Le obsequié El arte de amar, que tampoco había leído a pesar de la supuesta admiración que sentía por Fromm. Me agradeció a besos el regalo y ella me dio un libro de la obra completa Frida Kalho, la pintora mexicana que más admiraba esos días.
Sin embargo, algo me decía que las cosas estaban enfriándose. Beatriz a veces no tenía tiempo para verme y usaba cualquier pretexto para que la llevara a su casa temprano. Cuando la besaba y las cosas se ponían interesantes (gracias a mi lengua inquieta) me hacía a un lado, con delicadeza, eso sí, y me decía: Tengo que irme, no vaya a bajar mi papá.

Al llegar el fatídico día del cortón, cuatro o cinco días después del aniversario, la verdad yo ni me lo esperaba. Sencillamente dijo lo que pensaba y se acabaron las cosas. Me acuerdo que le insistí usando mis mejores argumentos: “Imagínate cuánto tiempo he pasado buscándote, soñando con una mujer como tú. No puedes dejarme”. Lo siento, me dijo, pero no estoy lista aún para una relación seria, tú sabes, tengo muchas dudas en la cabeza, muchos temores y creo que lo mejor es que dejemos de andar.

Como caballero derrotado, con mis argumentos valiendo para pura chingada, me retiré. Además yo era culpable del tijeretazo. No sé porque chingaos se me ocurrió que dándole picones la relación se estrecharía. Le contaba cosas que nunca sucedieron. Mi relato favorito consistía en que alguna vez me había agarrado a golpes, en plena calle, con grotesco cabrón que quería conseguir los favores amorosos de mi ex novia (que no existía, por supuesto). Para rematar, luego le contaba sobre mi suegro y los malos tratos que me daba, por ser un pinche viejo celoso y pendejadas así por el estilo.

Cuando traté de reconquistarla, porque siempre fui estoico y luchaba por mis mujeres hasta el final, la llamé por teléfono para confesarle que todo era mentira, que ella era mi primera novia. Pensé que diciéndole la verdad, de alguna manera podría tener otra oportunidad pero mi sinceridad tardía no sirvió de nada.

“Hasta pensé que aún la querías” me dijo. En el fondo, se estaba vengando de mis fantasías absurdas. Ni con flores se dejó convencer la desgraciada.

Un día, uno o dos años después, mientras caminaba por la calle de Zetina en compañía de Arturo —íbamos hacia La Salle, donde estudiábamos—, Beatriz apareció a lo lejos. Nos saludamos, hice la presentación incómoda y obligatoria y cada quien prosiguió su camino.

“Estás cabrón, que pinche vieja tan fea te agarraste”, pensé, mientras Arturo se carcajeaba luego de saber que ella había sido mi primera novia.

“¡No manches, tiene bigote, y los zapatos todos sucios!”, me dijo.
Ni hablar, por algo había que empezar.

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