
Las peticiones que amablemente expresa el equipo técnico, al que pertenecí hasta el día de ayer, no son escuchadas. Por más razonable que sea explicar que un pasillo se ha diseñado para que las personas circulen y no para que se apretujen, el público no da su brazo a torcer. Del diálogo de sordos a la confrontación hay un paso. Si una multitud es capaz de llegar a los golpes con tal de escuchar un Te Deum sinfónico, una de dos: o hemos llegado a niveles culturales que ni siquiera los países escandinavos poseen, o la gente se ha equivocado de espectáculo. Un hombre inmerso entre la masa grita y con ello me responde: “¡Que no haya concierto, queremos oír misa!”.
Desde el micrófono donde se solicita a la gente que se dé la mano en señal de paz, el principal responsable del concierto lanza amenazas: “Si la gente no retrocede se cancelará el concierto”. Una sociedad acostumbrada al ultimátum gubernamental como mecanismo para sacar adelante las reformas que el país necesita, no se traga un cuento tan burdo. El mensaje, más que asustarlos o hacerlos entrar en razón, funciona como un atizador gigante que aviva aún más las llamas de un bosque desbordado y seco. En estas épocas, únicamente el virus de la influenza AH1N1 sería capaz de convencerlos. Cuando el público se escuda en el pretexto que el origen de todos los males es la desorganización de los organizadores, lo mejor es retirarse a distancia prudente para no sufrir agresiones.
Las admiradoras de Los Temerarios o de Alejandro Fernández son capaces de pasar varias horas de pie, debajo de los rayos de un inclemente sol o soportando el diluvio universal, con tal de observar el tiempo que dura un suspiro, al icono de su desenfreno. La Orquesta Carlos Chávez se caracteriza, entre otras cosas, además de su bien ganada mala fama, por el escaso público que acude a sus presentaciones los fines de semana en el Auditorio Blas Galindo. Algo extraño ocurre cuando familias enteras se han apoderado de las bancas disponibles con tal de escuchar la composición de un romántico francés de nombre Héctor Berlioz, que en 1849 compuso Te Deum, obra que la Orquesta Sinfónica Nacional Juvenil interpretará a las 19:30hrs.
Tras bambalinas las cosas no son mejores. Con la orquesta desperdigada en los rincones de Coyoacán se sabe que habrá problemas. Si el cura ha decidido no hacer nada en beneficio del concierto, tampoco sus subordinados. El baño, por ejemplo, ha sido clausurado por su guardiana: una anciana chimuela y de mal carácter, que bajo el pretexto de que no hay agua envía a todo el mundo a orinar al Sanborns. La verdad reluce minutos después: como los integrantes de la orquesta y el coro no le dejan ni un centavo de propina, la anciana se desquita en los riñones ajenos.
El sacristán que algunos llaman Sergio y otros Alberto (el sujeto revela ante una pregunta directa que se llama Sergio Alberto) posee el único juego de llaves que abre la puerta del coro así como de la reja de acceso al claustro. En término logísticos se está ante un problema serio que la repentina tormenta agudiza: la reja de acceso al claustro se llena de músicos y coristas que a las 19:20 exigen entrar para alistarse. Sergio Alberto no aparece por ningún lado. Los técnicos de la orquesta lo buscan, gritan su nombre en la sacristía. Nada. No aparece. A las 19:30, la multitud, en un alarde de civilidad, exige puntualidad haciendo sonar sus palmas. Alguien ha localizado al sacristán y abre el candado de la reja. En previsión de que más gente llegue tarde, yo mismo le pido que me entregue el candado, y le aseguro que cerraré la reja en cuanto los artistas entren al concierto. “No puedo”, me responde, “así se me han perdido muchos”. Le digo que no tiene de qué preocuparse. Yo mismo no deseo que la gente se cuele. “No quiero una tragedia ahí dentro.” Desconfiado, el sacristán me entrega el candado con la mirada de quién toda su vida ha sido defraudado, incluso dentro de la iglesia.
Al veinte para las ocho el responsable del concierto agradece desde el altar, franqueado por los más de 400 coristas, la presencia de todos y le cede la palabra al cura franciscano, el juarista de clóset, quien se toma más de diez minutos en un extraño sermón, que no atina a agradecer las bondades del señor ni los beneficios culturales de la música sinfónica. Cuando ambos descienden del altar, el cura se dirige a su asiento de primera fila. Detrás de la orquesta se saludan el director, el tenor y el cura. Los tres se dan ánimos. El tenor le pide al cura que camine a través del pasillo que se abre, en esta ocasión entre los contrabajos y las violas, porque según el protocolo el solista y el director deben entrar juntos para que el público les aplauda. En un arrebato humorístico, el cura se niega e invita al solista a que pase primero. Sus más de ciento veinte kilos de peso son el pretexto suficiente para que el franciscano, con una sonrisa pícara en el rostro le diga: “Usted primero para que me abra cancha”.
El concierto arranca y los ánimos se serenan. Todo parece ir saliendo de acuerdo a lo previsto. Las potentes luces par 64 iluminan por igual las partes de los músicos y de los coristas. Transcurridos más de media hora, en una pequeña capilla ubicada a la izquierda del altar, un olor a quemado evidencia la antigüedad de los dimers que se supone evitan que se sobrecaliente la instalación que nutre a las seis torres de luminarias. De inmediato pienso en la posibilidad de un incendio. Escapar por la iglesia es imposible, lo mismo que por el claustro, pues yo mismo cerré el candado que la reja. Las grandes tragedias no son sino la acumulación de pequeños errores u omisiones. Un leve temblor provocaría una estampida humana destinada al fracaso. Los responsables de la luces tratan de bajar la temperatura con un potente ventilador industrial, pero es inútil. Lo único que separa al concierto de una desgracia es la disminución de la intensidad de las luces. El olor desaparece y a todos nos vuelve el color.
Finalmente, sobrevienen los agradecimientos a los directores de los coros, al solista, al director, a los músicos. Después de la fiesta los técnicos se quedan hasta más tarde para levantar el tiradero. Seguramente terminarán de cargar todo en la mudanza y de depositar los instrumentos en sus bodegas, pasadas las doce de la noche. No he comido. Para ser el último concierto al que asisto como Jefe de logística debo de aceptar que era imposible irme sin una despedida digna que incluyera desorden, caos, peligro y una pizca de sufrimiento.
El Borrego Viudo me aguarda con una ración de diez tacos al pastor, salsa aparte.
Imagen tomada de: http://snfm.conaculta.gob.mx/?p=1734
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