¿Quién necesita anuncios en calles y en revistas cuando
las tiendas son anuncios tridimensionales del enfoque
ético y ecológico de los cosméticos?
No Logo. Naomi Klein
Todo tiene marca. Verdad indiscutible y demostrable. Basta abrir los ojos y recorrer cualquier pared, transporte o edificio de esta “aldea global” para encontrar que hasta la nomenclatura de las calles está patrocinada por alguna empresa trasnacional. Lo que en el siglo XIX surgió como una forma de dar a conocer al público los productos fabricados o los objetos de reciente aparición (como el fonógrafo o la bombilla eléctrica), es decir, la publicidad, hoy en día es una carrera desbocada y ambiciosa donde las nuevas empresas ya no producen objetos para el consumo, sino que fabrican imágenes, modelos y actitudes.
Pongamos por caso a Tommy Hilfiger. ¿Dónde está la fábrica de ropa de este polémico diseñador? En ninguna parte del mundo, porque Hilfiger no produce absolutamente nada. Su trabajo consiste en pegar una etiqueta parecida a una bandera, en tonos azul marino, blanco y rojo, y mediante esa sencilla operación de alta costura consigue que dicha prenda, ya sea un pantalón o una camisa, valga una buena cantidad de dólares, los suficientes para adquirir no un guardarropa sino un “estilo que verdaderamente se ajusta a nuestro modo de vida” como reza la página web de Tommy Hilfiger. Además, mediante este sistema de subcontratación, Tommy se evita la molestia de lidiar con trabajadores o sindicatos, ni necesita contadores que calculen cuánto deberá desembolsar por el concepto de pensiones.
Empresas como Nike, The Gap o Disney tampoco producen nada, pero sus nombres son sinónimo de altas ventas, productividad y cuantiosas inversiones. Están en todo el planeta y su visión del mundo va más allá de vender tenis o playeras, o de entretener a los niños: el anhelo de Nike, por ejemplo, es convertirse en un tiempo no muy lejano en la palabra que encarne el significado de lo que hoy definimos como deporte. Y las marcas lo están logrando porque ya no compramos tenis sino Converse o Nike, ni hamburguesas sino McDonalds.
De la misma forma en que las marcas sustituyen a las palabras, en el ámbito urbano ocurre algo parecido: las antiguas plazas o alamedas de las ciudades han quedado abandonadas, a merced de la especulación inmobiliaria, debido al creciente número de malls o centros comerciales que se han erigido como sustitutos y receptores de las actividades humanas en el espacio público. El centro comercial es ahora el punto de reunión o encuentro, el hito urbano que sirve como referencia en cualquier ciudad que se respete. Sin embargo, las mismas marcas han encontrado lo inconveniente de permanecer estáticas dentro de estos nuevos palacios o castillos, bien delimitados por la superficie que abarcan y las murallas que los contienen, ya que si por alguna razón la gente (entendida aquí como una nueva “corte” que actúa según algunas reglas muy claras y precisas de comportamiento dentro del mall) no entra al centro comercial, no hay interacción con la marca ni se produce esa extraña química de amor a primera vista a través de las vitrinas iluminadas. Pero existe otra cosa peor todavía: las marcas “conviven” bajo el mismo techo, cara a cara contra sus férreos competidores. Una tras otra, divididas tan sólo por un muro o una mampara, se soportan mutuamente al tiempo que dependerán de la suerte para que el cliente perfecto se fije en cualquiera de sus productos.
Sin embargo, este problema espacial y de convivencia forzada ya fue solucionado: las marcas han creado sus propias tiendas, abriéndose paso a través de los gruesos muros de los malls y apoderándose de terrenos completos que han convertido en exhibidores gigantescos, monumentos del consumismo desmedido. Es importante hacer una corrección: no se han apoderado sólo de terrenos, sino de manzanas enteras; incluso de territorios lo suficientemente grandes como para establecer ciudades debidamente calculadas y efectistas. Porque las marcas no se conforman con colocar un anuncio espectacular arriba de las casas o forrando edificios enteros (acciones que en la ciudad de México han generado una gran polémica y un debate sobre la situación del espacio público y sus límites, así como de las formas de apropiarse de un bien común, inasible), siempre están un paso adelante de cualquier legislación o freno social. Es interesante que durante la época del adelgazamiento de los gobiernos, años conocidos bajo el nombre de neoliberalismo, las marcas tuvieran un gran auge. Su éxito se explica en gran medida porque al recortarse los presupuestos para las áreas culturales, entiéndase escuelas, museos o bibliotecas, dichas instituciones tuvieron que buscar financiamiento de alguna manera, ya que los nuevos programas de gobierno dependían menos del endeudamiento y del déficit fiscal, además de que la mayoría de los gobernantes o representantes sociales siempre han pensado que invertir en cultura es tirar el dinero a la basura.
Así fue como en un principio, de manera inocente y desinteresada, algunas marcas patrocinaron muchas actividades culturales porque de esta manera conseguían brillo o reconocimiento social. Era bueno para su imagen contribuir a la difusión de las artes y del conocimiento. Posteriormente patrocinarían torneos deportivos, ya fuera colocando sus logos en lugares muy visibles o en los podiums de premiación. Mientras recorrían este camino se dieron cuneta de algo importante: las marcas, por sí mismas, también podían y debían ser cultura. Así fue como siguieron patrocinando actividades culturales y deportivas pero el tamaño de sus logos fue creciendo hasta abarcarlo todo, convirtiéndose en el centro de la actividad que fomentaban. Organizaron, tiempo después, otros torneos deportivos ajenos a los primeros que patrocinaban, bautizándolos con sus propios nombres y estableciendo que quienes ganaban las medallas no eran los atletas sino las marcas.
A tal grado llegarían que en el caso de los museos, impondrían su imagen para convertirse en el objeto principal de la muestra o exposición. Además, los museos se han aproximado recientemente a los lugares de consumo para mantener sus colecciones y sus nóminas. Por ejemplo, un casino de las Vegas, The Venetian, inauguró un museo Ermitage-Guggenheim (cabe mencionar que los museos Guggenheim se han vuelto una marca comercial con presencia en ciudades importantes alrededor del mundo y su nombre, por sí sólo, es sinónimo de arte o cultura) diseñado por Rem Koolhaas. Se trata de una gran caja vertical y polifuncional para exposiciones temporales de la franquicia Guggenheim y una galería horizontal y convencional para piezas maestras procedentes del Ermitage de San Petersburgo. En definitiva, se trata de un montaje que, como si fuera una tienda comercial, puede desmontarse cuando se crea conveniente, reconvirtiendo los espacios antes dedicados a museo en salas para el hotel y el casino, en una ciudad, Las Vegas, cuya esencia consiste en demostrar que todo está a la venta.
No sólo Koolhaas diseña museos-franquicia, sino también tiendas Prada, al igual que Herzog & De Meuron, mientras que Massimiliano Fuksas es contratado para construir tiendas Emporio-Armani.
“Crear un destino” es la frase clave de los constructores de supertiendas o de los responsables del marketing de Nike, Hilfiger, Armani o Prada. Las tiendas son sólo el comienzo, la primera fase que va desde la “experiencia” de la compra hasta la “experiencia” íntegramente dirigida por la marca. Dice Michael Wolf, presidente de Nike, que en una supertienda “las luces, la música, el mobiliario y el elenco de empleados crean una sensación no diferente a una comedia cuyo protagonista es el comprador”[1].
Ya sea una comedia o una tragedia, la construcción de estas tiendas temáticas o exclusivas de una marca posee una característica primordial para su funcionamiento: potencializan las circulaciones a lo largo y ancho de la tienda. En gran medida, gracias al éxito obtenido por la franquicia Guggenheim, estas grandes vitrinas urbanas se aproximan al funcionamiento museográfico de una exposición pues muestran sus productos como si se trataran de piezas únicas e irrepetibles. La diferencia es importante: los habitantes de la “aldea global” pueden adquirir estos exclusivos productos, con tan sólo unos cuantos miles de dólares, y pueden utilizarlos, al contrario de las piezas de museo, reafirmando de esta forma su posición social: Dime cómo te vistes y sabré cuánto ganas.
Así, como las marcas se asumen ya como parte de la cultura, o bien, son cultura, deben contar con espacios destinados a la exhibición de dichos productos para estar al alcance de todos. Del diseño del gran mall cerrado y delimitado por sus muros ciegos, al exhibidor urbano o “nuevo museo” donde se resguardan los productos de la posmodernidad, aquellos que brindan estatus e indican exactamente quiénes somos, se vuelven sitios de peregrinación obligada, destinos naturales para el turista ávido de adquirir los mismos productos que puede encontrar en su país pero con una diferencia sustancial: la mayoría de dichas tiendas están siendo diseñadas por arquitectos de fama internacional. Porque de la misma forma en que los césares romanos, los zares rusos, los Medici y el propio Salomon R. Guggenheim contrataron a grandes arquitectos para diseñar espacios espectaculares y audaces para conservar sus colecciones de arte, las marcas necesitan de los servicios de arquitectos reconocidos para dotar a sus productos de un valor agregado, quizá invisible a simple vista, pero necesario para seguir elevando su nombre a la esfera que las relacione con la cultura.
Contar con un recinto diseñado ex profeso para los fines que persiguen, les permiten prescindir de los espacios impersonales del local de un mall, y configuran los nuevos espacios públicos donde la gente se reúne, pues, aunque no todos compren (ya sea por qué no pueden o no quieren), el objetivo se ha cumplido: impactar la ciudad y reunir bajo sus brazos la mayor cantidad de personas posibles, como sucedería con la inauguración de alguna muestra en un museo importante.
Un ejemplo revelador: en la apertura de la Seattle Public Library, otra obra de Rem Koolhaas, se agotaron las tarjetas para el préstamo a domicilio pues las autoridades de la biblioteca jamás hubieran pensado que más de tres mil personas asistirían para conocer las nuevas instalaciones. La mayoría de ellas sólo acudieron para recorrer el espacio diseñado por el holandés pero, ya entrados en gastos, aprovecharon para llevarse como recuerdo dichas tarjetas. Estas noticias no sólo impactan el campo de la arquitectura ni pasan desapercibidas para las marcas: si es tal el impacto que suscita la inauguración de un edificio diseñado por un arquitecto de moda (lo mismo que pasa con el Guggenheim de Ghery en Bilbao) entonces llamen a los mejores arquitectos y manos a la obra aunque la inversión no siempre se recupere.
Al final, el dinero es lo de menos, lo importante es crear ciudad, volverse parte del entorno y la mente, como ocurre con los puestos de periódicos o las farmacias: la gente acude ahí porque necesita algo, aunque sea para soñar o afirmar el mundo al que pertenece.
Anteriormente señalé que las marcas han llegado al grado de crear ciudades nuevas basadas en esquemas donde curiosamente no existe ninguna marca visible, pues la marca se vuelve la vida misma. Celebration es una ciudad muy cerca de Orlando, Florida, fundada por el imperio Disney. Según la historia, uno de los sueños más recurrentes de Walt era el de construir una ciudad del futuro, muy avanzada de acuerdo a las ideas desarrolladas durante la década de los cincuenta, aunque muy semejante a la imagen de los Jetsons o Supersónicos. El creador de Mickey Mouse jamás vio concretado su sueño, y la mayoría de sus ideas fueron agrupadas en el Epcot Center de Disneylandia. Fue hasta 1996 que los emprendedores ejecutivos de Disney Company convirtieron en realidad el sueño del fundador bajo el nombre de Celebration, un paraíso donde, según reza un anuncio de la página web oficial: “Por la mañana, tomar café en el porche; en la tarde, un paseo por la calle comercial; noches familiares en el parque del vecindario. Bienvenido a casa”. Arquitectos como Robert Venturi, Phillip Glass y Cesar Pelli participaron en su diseño y construcción, principalmente en las obras del downtown de Celebration.
Para el área residencial existen cuatro tipos generales de viviendas, cuyo estilo es más próximo al siglo XIX (Retro podríamos decir) contraponiéndose a la idea original de Walt Disney: cottage, bungalow, townhome, y condominius. Es ilustrativo el hecho de que las townhome o casas unifamiliares se subdividen a su vez en cinco tipos de viviendas, cuyos nombres son más que sugerentes: Barnsley, Morris, Ruskind, Olmstead y Wright. Disneylandia, el reino de la fantasía, pone a disposición de sus clientes, aunque sólo sea de nombre, “copias” o “casas que no son pero aspiran a ser”, aproximaciones demasiado lejanas a las obras de arquitectos destacados como Frank Lloyd Wright.
El ambiente de Celebration es semejante al entorno de la película Truman Show, donde Jim Carrie, interpreta a un ingenuo hombre que ha vivido toda su vida en un ambiente cálido, humanamente utópico, donde delincuencia y contaminación son imágenes extrañas, y la vida sigue un guión estricto y cuyo incumplimiento conlleva a la expulsión de este paraíso de cartón y piedras. En Celebration todo parece calculado: los ancianos remando en el lago límpido, una niña pasea en su bicicleta a través de las calles tranquilas del suburbio, mientras que a cada paso, ya sea por las áreas de oficinas (diseñadas por Aldo Rossi) o comerciales, un empleado de Disney tiene anuncios y respuestas para todos: “Bienvenido a casa, estás en Celebration”.
Lo más sorprendente y llamativo de Celebration, si la comparamos con el resto de las ciudades norteamericanas, es la gran abundancia de espacios públicos con que cuenta: jardines, parques, plazas y edificios comunitarios. Sin embargo, hasta las calles están controladas por Disney, son espacios privados que fingen ser públicos. Así, Celebration es “un bunker de “autenticidad” recreado conscientemente por el fundador de la ilusión”[2].
En cuestiones educativas, Celebration ofrece un modelo educativo distinto al que se aplica en otras ciudades de Estados Unidos: en los niveles de estudios primarios, no sólo el maestro es responsable de educar a los niños sino que los padres participan activamente en su formación. De esta manera, padres y maestros comparten la difícil tarea de desarrollar la mente y aptitudes de los niños. En este punto hay que reconocer que Celebration inaugura un novedoso sistema educativo.
En México, podemos mencionar un interesante sistema de formación denominado Ciudad de los Niños, ubicado en el Centro Comercial Santa Fe, donde el objetivo principal es que los niños se desenvuelvan como si fueran mayores en un simulador de “la vida diaria”. Los niños pueden escoger entre 75 diferentes profesiones pero lo más importante es ir de compras, pagar ya sea en efectivo o con tarjeta de crédito, para que vayan acostumbrándose a reconocer, convivir y utilizar las marcas que patrocinan dicha “ciudad”, como Ponds, Gillette, Wal-Mart o Liverpool. Recientemente, la empresa Telcel de telefonía celular en México, ha puesto a la venta el llamado “Tu primer celular”, indispensable, sin duda, para niños menores de doce años.
Como las vacunas, las marcas aspiran a volverse parte inseparable de la médula de los huesos, células indispensables para el correcto funcionamiento del organismo, sobre todo de los potencialísimos compradores del mañana.
Los ejemplos anteriores dan cuenta de los niveles hasta donde las marcas son capaces de llegar y como sin importar las denuncias que cargan sobre sus coloridos logos, sobre todo en cuestiones de explotación laboral, incumplimiento de contratos y enajenación del género humano, continúan avanzando en pos de su ideal: convertir al mundo en una gigantesca marca o, al menos en una fabulosa aldea global de marcas.
Anteriormente, transcribí una declaración de Michael Wolf, presidente de Nike, que dijo en alguna ocasión respecto de las tiendas: “las luces, la música, el mobiliario y el elenco de empleados crean una sensación no diferente a una comedia cuyo protagonista es el comprador”.
Para recrear efectivamente esta comedia, es necesario un montaje estupendo, cuidado hasta en los más mínimos detalles. Esta responsabilidad de escenógrafo recae directamente sobre los arquitectos, quienes se encargarán de que toda la escena funcione según las indicaciones del guión escrito puntualmente por las marcas. Para tales fines, no pueden contratarse a figuras cualesquiera, sino a nombres reconocidos, destacados, aquellos quienes, obviamente, puedan equipararse a una marca. Si Nike contrató y promovió la imagen de Michael Jordan hasta convertirla en un icono o sinónimo de deporte (una marca, a final de cuentas denominada Air Jordan), las marcas fijaron sus miras en despachos importantes, cuyas construcciones estuvieran revolucionando el mundo de la arquitectura aunque fuera sólo en el papel, gracias a los medios como los libros y las revistas. Dichos despachos, además, podrían aspirar en un momento dado, a convertirse en marcas también, creándose una relación simbiótica muy interesante.
Si bien es cierto que la tendencia de contratar a arquitectos de reconocida trayectoria no es un fenómeno reciente, sí lo es el hecho de que las marcas pretenden impactar de manera contundente el espacio público a través de sus grandes tiendas. De los almacenes Carson, Pirie & Scout diseñados Louis Sullivan en Chicago en 1899, hasta la Big Donut Shop de Henry J. Goodwin (1954), la mayoría de los centros comerciales en muchas ciudades del mundo, casi nunca contaron con la intervención de arquitectos destacados; más bien siempre eran diseñados por personas que buscaban, antes que otra cosa, obtener el mayor beneficio económico posible, según la relación entre metros cuadrados construidos y el costo total de la obra, por lo que siempre eran elegidos aquellos arquitectos o ingenieros que hicieran más a bajo costo. Malentendieron la máxima de Mies van der Rohe: “Menos es más”.
La nueva tendencia de crear gigantescos exhibidores urbanos, que son al mismo tiempo hitos (referencias exteriores para un observador) así como verdaderos nodos urbanos, puesto que según la definición de Kevin Lynch se trata de “focos estratégicos a los que puede entrar el observador”[3] y donde confluyen en ellos sendas o concentraciones de determinadas características, puede llegar a transformar el urbanismo de los siguientes años, pues, podría darse el caso de que la calle se convierta en una arteria cuya única función sea la de transportar o conducir directamente a estos grandes nodos eminentemente comerciales.
El abandono de las plazas públicas se debe, quizá, a que el ritmo de vida en las grandes ciudades las ha convertido en grandes espacios que guardan recuerdos de épocas gloriosas, antiguas, pasadas de moda, como fotografías en tonos sepia, saturadas de romanticismo, incapaces de adaptarse a los nuevos estilos de vida. Sin embargo, grandes sectores de población, sobre todo en los países “emergentes” antes llamados en “vías de desarrollo”, continúan acudiendo a las plazas, parques o alamedas públicas (o cualquier otro espacio público en general), puesto que no les alcanza, la mayor de las veces, ni siquiera para beberse un refresco en un centro comercial. Otro factor que juega en contra de los espacios públicos es la delincuencia. Muchas personas que acuden a los centros comerciales, donde pueden comprar todos aquellos productos indispensables para vivir, afirman que se sienten más seguros dentro de las grandes murallas y alambradas que separan los malls del resto de la tierra, que en cualquier otro supermercado. La contaminación ambiental también participa en este peligroso círculo: más vale guarecerse en un espacio cerrado que ofrezca confort, seguridad y miles de metros cuadrados de tiendas.
¿Qué más se puede pedir?
[1] Klein, Naomi. No Logo. 1999, Paidós. Pagina 190.
[2] Klien, Naomi. No logo. 1999. Paidós. Pag. 193.
[3] Lynch, Kevin. La imagen de la ciudad. 1984, Gustavo Gili. Página 91.
(Fotografía: Prada, Los Angeles. Rem Koolhaas)
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