
miércoles, octubre 28, 2009
lunes, octubre 19, 2009
Novelista sin novela.
Paperback writer, paperback writer
Dear Sir or Madam, will you read my book?
It took me years to write, will you take a look?
It's based on a novel by a man named Lear
And I need a job, so I want to be a paperback writer,
Paperback writer (paperback writer).
It's the dirty story of a dirty man
And his clinging wife doesn't understand.
His son is working for the Daily Mail,
It's a steady job but he wants to be a paperback writer,
Paperback writer.
Paperback writer (paperback writer)
It's a thousand pages, give or take a few,
I'll be writing more in a week or two.
I can make it longer if you like the style,
I can change it round and I want to be a paperback writer,
Paperback writer (paperback writer).
If you really like it you can have the rights,
It could make a million for you overnight.
If you must return it, you can send it here
But I need a break and I want to be a paperback writer,
Paperback writer.
Paperback writer, paperback writer
Paperback writer, paperback writer
Paperback writer, paperback writer.
1966, The Beatles.
martes, octubre 13, 2009
Así es mi tierra.

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Lo terrible es que, como en el caso de la película Así es mi tierra, en este conflicto que aún no termina, nosotros, la sociedad, únicamente somos testigos de los ajustes de cuentas que se dan en las cúpulas del poder. En la absurda lógica del inconformismo ante cualquier decisión tomada, habrá que esperar el final de este sexenio de pesadilla para descubrir quiénes fueron, si se da el caso, los verdaderos favorecidos con la desaparición de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro.
Imagen tomada de: http://www.eluniversal.com.mx/primera/33762.html (Lucía Godínez)
http://www.diariocritico.com/imagenesPieza/7(3632).jpg
lunes, octubre 12, 2009
Otra del Témoc.

Aunque es medio enjuto y su físico no es el de un Adonis, Cuauhtémoc Blanco posee las aptitudes necesarias de los cracks, que consisten en una picardía a prueba de esquemas y en la cuestionable manufactura de trampas y marrullerías en detrimento del rival. Comparte con los ídolos del boxeo mexicano, el origen pobre de su cuna, aunque se desmarca de ellos porque no se sabe de francachelas escandalosas o de antología. Oriundo del barrio bravo de Tepito, el Témoc, se fue forjando primero en la calle y después en los llanos, donde fue descubierto y enviado al América. Su nivel futbolístico fue mejorando lo mismo que sus gustos por el sexo opuesto, pues desde el divorcio de su primera esposa, jamás se le ha relacionado sentimentalmente con una mujer fea.
De nueva cuenta, el sábado pasado, además de volver a erigirse como el jugador que marca el ritmo del partido y por cuyos pies circulan todos los balones que podrían terminar en el fondo de las redes, anotó el segundo gol que aseguró la victoria y el pase al Mundial de Sudáfrica, frente al modesto equipo de El Salvador. Jugó lesionado, por lo que, minutos después, salió del campo, recibiendo una ovación digna de una estrella de rock. A pesar de sus desaires a la prensa, de las groserías protagonizadas en el terreno de juego y de la monumental bronca que originó durante el encuentro de la Copa Libertadores entre el Sao Caetano de Brasil y el América en 2004, quedó claro que número 10 de la selección nacional es el alma y motor del equipo. Esa tarde se vendieron playeras con la imagen del ídolo de Tepito vestido como santo: el respetable ha decidido canonizar a uno de los últimos héroes nacionales de esta patria abandonada.
Con Cuauhtémoc ocurre algo similar que con Ana Guevara: no se vislumbra a sus espaldas un personaje de su talento. Sembrado como una especia exótica en un país ávido de ídolos y vistorias, Blanco podrá presumir cuando por fin le llegue la hora de abandonar los campos de futbol, de haber vendido más playeras que David Beckham en la liga profesional de Estados Unidos.
Hay algo de encantador en los personajes que además de poseer alguna característica que los hace especiales, destacan por geniudos, arrogantes o irreverentes. ¿La popularidad del Témoc sería la misma si poseyera un físico de ensueño, un rostro de actor de cine o los modales de un refinado conde? Me atrevo a pensar que no, porque con su limitada belleza física se convertiría en un modelo inalcanzable para las masas. La aspiración del “querer ser como el héroe” no consiste tanto en sus dotes inalcanzables, sino en las similitudes de pensamiento, palabra y acción. La ventaja de los defectos físicos es que están al alcance de todos.
Con la mira puesta en Sudáfrica, Cuauhtémoc Blanco no llegará como el jugador más veterano a un mundial (el puesto es del camerunés Roger Milla, 42 años, en Estado Unidos 1990), pero sí como el único jugador mexicano que puede conseguir el inalcanzable, difícil, traumático paso hacia el anhelado quinto partido.
Imagen tomada de: http://www.eluniversal.com.mx/notas/632399.html
jueves, octubre 08, 2009
Mazinger Z.

LO PRIMERO QUE compré con los diez mil pesos de la beca de la Fundación para las Letras Mexicanas fue un juguete. Meses antes del fallo que me confirió una de las becas de Narrativa, vivía desempleado, aún mantenido por mis padres, mientras repartía currículos en cuanto despacho de arquitectura encontraba en las listas de la Sección Amarilla. Jamás me llamaron de ninguno, a pesar de que el currículum era una linda animación realizada en Flash, contenida en un mini cedé, quesque para demostrar creatividad (pues los arquitectos son bien creativos). La vida no me llevaba por ese camino y agradezco haber tomada la desviación de las letras. De haber seguido por el camino de la arquitectura me habría convertido en un ser humano triste y frustrado. La tristeza puede borrarse con dinero, alcohol o mujeres; la frustración jamás.
El aviso de la FLM me llegó por correo electrónico. De momento lo que más me alegró fue que por al menos un año libraría las fauces del desempleo, y podría comprarme el juguete que se exhibía en una tienda de cómics frente al Palacio de Hiero Durango, Nostromo se llamaba en ese momento. Era un juguete caro, de esos que ningún padre de familia en su sano juicio sería capaz de comprar para su hijo de cinco años, ni siquiera para uno de quince. No. Se trataba de una pieza de colección, traída desde China y cuyo precio, si mal no recuerdo pues he perdido la factura, rondaba los dos mil pesos, cifra que aún hoy hiela la sangre. Las cosas tampoco fueron sencillas. El primer depósito de la beca tardó algunos días más, debido a que había que recopilar los datos de los veintiún becarios y abrir las cuentas en el banco que cobrara las comisiones más baratas. Una vez con el dinero en la mano fui a la tienda. Ya lo habían vendido. El vendedor se ofreció a conseguir otro de inmediato y cumplió su palabra días después. La pieza podrá parecer de un precio excesivo para muchos, pero su manufactura ha sorprendido a más de uno. Construido de acero inoxidable, todas sus partes son movibles y está provisto de todas las características que de niño observé en la televisión. Cada pequeña pieza se ensambla a la perfección en el orificio que le corresponde, el resorte lanza disparado el misil con que destruyó a decenas de enemigos. Su altura ronda los veinticinco centímetros y puesto sobre la base negra incluida en la caja, luce imponente, como debería lucir un robot de más de cien metros de altura. Se llama Mazinger Z, y fue, quizá, uno de los éxitos televisivos más recordados por quienes vivimos la década de los ochenta y su moderno primitivismo (Atari, Intelevision, videocaseteras Beta); época gris para la música (no existió un género musical dominante); grotesco para la moda (se popularizó la mezclilla deslavada). En una frase: nuestros años maravillosos.
Mazinger Z debe su existencia a la inteligencia del Doctor Kabuto, quien luego de una a visita arqueológica a una isla del mar Egeo, encuentra un ejército de robots que defendían la isla de las invasiones. Sin embargo, otro científico de la expedición, el doctor Hell, que ya desde el apellido y ayudado por sus facciones malandrinescas, se da cuenta que con un ejército como ese podría, ya lo saben, conquistar el mundo (que se compone únicamente de Japón). De alguna manera Hell se hace del control de los robots de la isla y mata a los demás científicos, con excepción del Dr. Kabuto, quien al regresar a Japón descubre en las faldas del Monte Fuji el Japonium, un nuevo elemento más resistente que el concreto e igualmente maleable que el acero. A sabiendas de que el doctor Hell atacará tarde o temprano, Kabuto construye un robot, literalmente, en el sótano de su casa, sin que nadie se dé cuenta. Durante un feroz ataque de Hell para liquidar a Kabuto, la casa es bombardeada, el doctor Kabuto resulta gravemente herido pero antes de morir debajo de los escombros, consigue informarle a su nieto Koji Kabuto sobre lo que guarda en el sótano y su deber de impedir los malévolos planes del doctor Hell.
Ayudado por el doctor Yumi, colaborador de Kabuto en el Instituto de Investigaciones Fotoatómicas, y su hija Zayaka que maneja a Afrodita, robot que lanza los senos para defenderse, el bravucón de Koyi aprende a conducir el enorme robot, para así enfrentar a las máquinas del Doctor Hell, comandadas por el Barón Ashler, caricaturesco Vizconde Demediado, versión hermafrodita que siempre, en el último momento, pierde los combates.
Creado por Go Nagai, dibujante japonés, en México sólo se conoció la primera versión, Mazinger Z, pues posteriormente, nuevas versiones del robot suplieron al vetusto Z. A diferencia de otras caricaturas japonesas, construidas como novelas animadas con introducción, desarrollo y desenlace, Mazinger Z consiste en episodios donde aparecen robots que destruyen ciudades, ponen a Mazinger en apuros, que son vencidos al último momento.
Alguna vez leí en un artículo de la desaparecida revista Arcana que un viajero adquiría un shampoo en cada pueblo que visitaba. Una vez en casa, cuando deseaba rememorar sus vivencias, se bañaba con el shampoo de la ciudad elegida, y el olor lo transportaba hacia esa ciudad lejana. Sin bañarme, sólo necesito sacar a Mazinger Z de su caja para recordar mi infancia y la Fundación para las Letras Mexicanas, sitio al que le debo ser un hombre completo, feliz.
Imagen tomada de: http://3.bp.blogspot.com/_ri7-UZyO74k/Rvq10liMiPI/AAAAAAAAA2U/qS5KgqGB7g0/s400/mazinger+z+2.bmp:
El aviso de la FLM me llegó por correo electrónico. De momento lo que más me alegró fue que por al menos un año libraría las fauces del desempleo, y podría comprarme el juguete que se exhibía en una tienda de cómics frente al Palacio de Hiero Durango, Nostromo se llamaba en ese momento. Era un juguete caro, de esos que ningún padre de familia en su sano juicio sería capaz de comprar para su hijo de cinco años, ni siquiera para uno de quince. No. Se trataba de una pieza de colección, traída desde China y cuyo precio, si mal no recuerdo pues he perdido la factura, rondaba los dos mil pesos, cifra que aún hoy hiela la sangre. Las cosas tampoco fueron sencillas. El primer depósito de la beca tardó algunos días más, debido a que había que recopilar los datos de los veintiún becarios y abrir las cuentas en el banco que cobrara las comisiones más baratas. Una vez con el dinero en la mano fui a la tienda. Ya lo habían vendido. El vendedor se ofreció a conseguir otro de inmediato y cumplió su palabra días después. La pieza podrá parecer de un precio excesivo para muchos, pero su manufactura ha sorprendido a más de uno. Construido de acero inoxidable, todas sus partes son movibles y está provisto de todas las características que de niño observé en la televisión. Cada pequeña pieza se ensambla a la perfección en el orificio que le corresponde, el resorte lanza disparado el misil con que destruyó a decenas de enemigos. Su altura ronda los veinticinco centímetros y puesto sobre la base negra incluida en la caja, luce imponente, como debería lucir un robot de más de cien metros de altura. Se llama Mazinger Z, y fue, quizá, uno de los éxitos televisivos más recordados por quienes vivimos la década de los ochenta y su moderno primitivismo (Atari, Intelevision, videocaseteras Beta); época gris para la música (no existió un género musical dominante); grotesco para la moda (se popularizó la mezclilla deslavada). En una frase: nuestros años maravillosos.
Mazinger Z debe su existencia a la inteligencia del Doctor Kabuto, quien luego de una a visita arqueológica a una isla del mar Egeo, encuentra un ejército de robots que defendían la isla de las invasiones. Sin embargo, otro científico de la expedición, el doctor Hell, que ya desde el apellido y ayudado por sus facciones malandrinescas, se da cuenta que con un ejército como ese podría, ya lo saben, conquistar el mundo (que se compone únicamente de Japón). De alguna manera Hell se hace del control de los robots de la isla y mata a los demás científicos, con excepción del Dr. Kabuto, quien al regresar a Japón descubre en las faldas del Monte Fuji el Japonium, un nuevo elemento más resistente que el concreto e igualmente maleable que el acero. A sabiendas de que el doctor Hell atacará tarde o temprano, Kabuto construye un robot, literalmente, en el sótano de su casa, sin que nadie se dé cuenta. Durante un feroz ataque de Hell para liquidar a Kabuto, la casa es bombardeada, el doctor Kabuto resulta gravemente herido pero antes de morir debajo de los escombros, consigue informarle a su nieto Koji Kabuto sobre lo que guarda en el sótano y su deber de impedir los malévolos planes del doctor Hell.
Ayudado por el doctor Yumi, colaborador de Kabuto en el Instituto de Investigaciones Fotoatómicas, y su hija Zayaka que maneja a Afrodita, robot que lanza los senos para defenderse, el bravucón de Koyi aprende a conducir el enorme robot, para así enfrentar a las máquinas del Doctor Hell, comandadas por el Barón Ashler, caricaturesco Vizconde Demediado, versión hermafrodita que siempre, en el último momento, pierde los combates.
Creado por Go Nagai, dibujante japonés, en México sólo se conoció la primera versión, Mazinger Z, pues posteriormente, nuevas versiones del robot suplieron al vetusto Z. A diferencia de otras caricaturas japonesas, construidas como novelas animadas con introducción, desarrollo y desenlace, Mazinger Z consiste en episodios donde aparecen robots que destruyen ciudades, ponen a Mazinger en apuros, que son vencidos al último momento.
Alguna vez leí en un artículo de la desaparecida revista Arcana que un viajero adquiría un shampoo en cada pueblo que visitaba. Una vez en casa, cuando deseaba rememorar sus vivencias, se bañaba con el shampoo de la ciudad elegida, y el olor lo transportaba hacia esa ciudad lejana. Sin bañarme, sólo necesito sacar a Mazinger Z de su caja para recordar mi infancia y la Fundación para las Letras Mexicanas, sitio al que le debo ser un hombre completo, feliz.
Imagen tomada de: http://3.bp.blogspot.com/_ri7-UZyO74k/Rvq10liMiPI/AAAAAAAAA2U/qS5KgqGB7g0/s400/mazinger+z+2.bmp:
miércoles, octubre 07, 2009
La hora del vampiro.

Cuando llegué a la oficina, por medio de Google hallé el título, tras teclear: “Serie vampiros años ochenta canal 5”. No fue necesario buscar mucho. Bastó con fijarme en una de las páginas sugeridas por el buscador y hallé el título, lo que me dio la certeza de que la serie si había existido: “La noche del vampiro” (1979). El título original en inglés es “Salem’s Lot”. Se trata de la segunda novela de Stephen King —para algunos un mal escritor que vende millones de libros al año, para otros un genio incomprendido—, que si bien es casi imposible encontrarla en alguna librería en México, la serie televisiva puede verse completa en Youtube. De niños todo nos parece demasiado largo; los espacios nos resultan amplios, altos. Ocurre lo mismo con los recuerdos. Salem’s lot fue producida como una miniserie de sólo dos capítulos. Yo la recordaba más extensa, como Don Gato y su Pandilla, caricatura que me pareció eterna. En Youtube bastan poco menos de dos horas para atestiguar el fino manejo del terror en el universo de Stephen King, a quien, es bien sabido, los finales no le salen (basta recordar el fina chafa de Eso (It, 1990) .
El look setentero de Salem´s lot —patillas, solapas anchas, pantalones acampanados— si bien resulta de un humorismo involuntario, no demerita la trama y el manejo del suspenso. Según el propio King antes de escribir la novela se planteó la idea de qué pasaría si el conde Drácula viajara desde Transilvania y se instalara en un pequeño pueblo norteamericano. Entonces interviene el bueno de la serie, un novelista llamado Ben Mears (David Soul), que a la búsqueda de la inspiración regresa al terruño. En el pueblo hay una vieja casona tenebrosa, que desde niño había influenciado al novelista. Su primera impresión al ver de nuevo la casa de sus miedos infantiles, no dista mucho del terror que se encubre por medio del respeto a lo desconocido. En la casa vive un excéntrico anciano italiano que se dedica al negocio de las antigüedades. Una noche, el misterioso hombre que siempre viste trajes oscuros, recibe una entrega especial: una enorme caja que es depositada en el amplio y sucio sótano de la casa. Dentro viene el ataúd del vampiro. Desde ese momento empiezan a ocurrir una serie de desapariciones inexplicables, mientras que otras personas, por las noches, reciben la visita de vampiros que flotan como globos. Ben Mears recuerda que cuando niño ocurrieron sucesos semejantes relacionados con la vieja casa, pero obviamente todos lo tildan de loco, incluida una chica a la que se liga gracias a su charm de literato (siempre usa sacos de coderas y viaja en un Jeep “Renegado”), y que en la primera cita sugiere terminar la velada en “el lago”, que en la muy peculiar cultura norteamericana quiere decir "vamos a follar".
Las desapariciones aumentan así como el miedo de Ben Mears de que su novia pueda caer en las garras de la pandilla de vampiros, cosa que, de acuerdo con las características del género, ocurre durante una visita a la casa tenebrosa. Sin más remedio, Ben Mears entra en la casa y justo al anochecer, sorprende al vampiro en su ataúd y lo liquida clavándole una estaca en el corazón. Un incendio devora la casa y a los vampiros del sótano. La historia no acaba ahí, sino dos años después, en Guatemala. No revelaré el final. Además de malo, será mejor que cada quien se siente frente a la computadora y aprecie La hora del vampiro. Les apuesto que se llevarán algunos buenos sustos.
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Imagen tomada de: http://www.thecolumnists.com/miller/miller78art2.jpg
lunes, octubre 05, 2009
Calidad en el servicio
A la baja productividad de las empresas mexicanas hay que sumarle el pésimo servicio al cliente. Parece que la vida tomó la decisión de poner a trabajar en el área más delicada de una empresa, el servicio directo al cliente, a quienes la filosa espada de la mala suerte atacó por la espalda o a aquellos que debido a una inexplicable e inexpugnable predisposición genética carecen del sentido básico de la educación. Aunado a que ganan el salario mínimo y que sus patrones les recuerdan diariamente que les hacen el favor de mantenerlos en la nómina, se vuelve un estilo de vida demostrar su inconformidad hacia el miserable sistema capitalista mediante la exhibición de una cátedra de malos modales contra el motor principal del consumo, la razón de ser de todas las empresas: el cliente.
Ya sea en la tienda de la esquina, en una cantina inmunda o dentro de una oficina bien iluminada y distribuida, el trato hacia el cliente es deplorable en México. Como un impuesto que se aplica sin miramientos, la descortesía y la frialdad con que se le trata recuerdan la filosofía patibularia del celador o del verdugo: “Trabajo para vigilarte o matarte. De cualquier manera sales perdiendo”.
La solicitud de un libro o de un disco se atiende con flojera o rezongos. Nada más molesto que la respuesta monosilábica, más parecida a los gruñidos del animal agonizante que se desplaza con la celeridad de un caracol anciano. Hay quienes para no sentirse ofendidos o enojarse de manera innecesaria y gratuita, prefieren buscar por sí mismo en los desordenados anaqueles de las librerías, o entre las interminables producciones de discos compactos, que toparse con esta especie de cancerberos, siempre mal encarados y molestos, para quienes ni todo el oro de Eneas ni las dulces notas de Orfeo serían suficientes para hacerlos modificar su comportamiento. Más bien, y siguiendo esta línea mitológica, hace falta un Hércules que los haga ver la luz o, al menos, que los ponga en su sitio. Del mismo modo en que el asesino llora y suplica cuando tiene encima la mano de la ley, esta nueva casta que conforma el penúltimo pero no menos importante eslabón de las cadenas productivas, sabe con quién meterse. En un frío análisis que elaboran con la precisión de un matemático, determinan a quién pueden tratar como trapeador sin resultar heridos en el ejercicio. Un gafete o una simple playera de cuello tipo chemise parecen otorgarles licencia para maltratar sin miramientos a quien se le ocurra solicitarles un libro, una prenda o lo que se exhiba y sea necesaria la intervención de un vendedor.
La ventaja es que en el país de las llaves y las contra-llaves existe un mecanismo que aplicado a tiempo y con firmeza sobre el empleado de medio pelo, remueve algo en su turbia conciencia y lo vuelve dócil como un cordero. Se llama desprecio. Una mirada clavada sobre sus ojos, un ademán que más que solicitar ordena y una voz un tanto elevada con una pronunciación que saborea cada vocal, estos tres pasos fulminan por completo los intenciones del empleado que harto de su situación de paria, descontento por el trato amargo que le prodiga la productora de sus quincenas, se desquita con el cliente, a quien debiera, si no idolatrar, sí tratarlo respetuosamente, pues de él y sólo de él, depende el bienestar de la empresa y por consiguiente de la conservación del empleo.
La respuesta a esta arraigada cultura de la descortesía no está en la vieja máxima que reza “Si no te gusta tu trabajo, renuncia”, sino en una transformación del concepto mismo de trabajo, que empieza, necesariamente, en el reconocimiento de que los bajos sueldos generan bajas expectativas, ganancias mediocres y empleados tristes y sombríos.
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Ya sea en la tienda de la esquina, en una cantina inmunda o dentro de una oficina bien iluminada y distribuida, el trato hacia el cliente es deplorable en México. Como un impuesto que se aplica sin miramientos, la descortesía y la frialdad con que se le trata recuerdan la filosofía patibularia del celador o del verdugo: “Trabajo para vigilarte o matarte. De cualquier manera sales perdiendo”.
La solicitud de un libro o de un disco se atiende con flojera o rezongos. Nada más molesto que la respuesta monosilábica, más parecida a los gruñidos del animal agonizante que se desplaza con la celeridad de un caracol anciano. Hay quienes para no sentirse ofendidos o enojarse de manera innecesaria y gratuita, prefieren buscar por sí mismo en los desordenados anaqueles de las librerías, o entre las interminables producciones de discos compactos, que toparse con esta especie de cancerberos, siempre mal encarados y molestos, para quienes ni todo el oro de Eneas ni las dulces notas de Orfeo serían suficientes para hacerlos modificar su comportamiento. Más bien, y siguiendo esta línea mitológica, hace falta un Hércules que los haga ver la luz o, al menos, que los ponga en su sitio. Del mismo modo en que el asesino llora y suplica cuando tiene encima la mano de la ley, esta nueva casta que conforma el penúltimo pero no menos importante eslabón de las cadenas productivas, sabe con quién meterse. En un frío análisis que elaboran con la precisión de un matemático, determinan a quién pueden tratar como trapeador sin resultar heridos en el ejercicio. Un gafete o una simple playera de cuello tipo chemise parecen otorgarles licencia para maltratar sin miramientos a quien se le ocurra solicitarles un libro, una prenda o lo que se exhiba y sea necesaria la intervención de un vendedor.
La ventaja es que en el país de las llaves y las contra-llaves existe un mecanismo que aplicado a tiempo y con firmeza sobre el empleado de medio pelo, remueve algo en su turbia conciencia y lo vuelve dócil como un cordero. Se llama desprecio. Una mirada clavada sobre sus ojos, un ademán que más que solicitar ordena y una voz un tanto elevada con una pronunciación que saborea cada vocal, estos tres pasos fulminan por completo los intenciones del empleado que harto de su situación de paria, descontento por el trato amargo que le prodiga la productora de sus quincenas, se desquita con el cliente, a quien debiera, si no idolatrar, sí tratarlo respetuosamente, pues de él y sólo de él, depende el bienestar de la empresa y por consiguiente de la conservación del empleo.
La respuesta a esta arraigada cultura de la descortesía no está en la vieja máxima que reza “Si no te gusta tu trabajo, renuncia”, sino en una transformación del concepto mismo de trabajo, que empieza, necesariamente, en el reconocimiento de que los bajos sueldos generan bajas expectativas, ganancias mediocres y empleados tristes y sombríos.
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