La visibilidad es aceptable en algunas zonas aunque se espera que la oscuridad cubra toda la zona, lo que dificultaría parcialmente las labores en el teatro de operaciones.
El sonido de la música me obliga necesariamente a gritar las órdenes y a mantener los oídos alertas para entender, si acaso la comunicación fuera cifrada, las condiciones del terreno y sus accidentes, además de los aspectos más importantes de la estrategia y la táctica para actuar en condiciones específicas.
Un danzón dedicado a la licenciada —acaba de titularse y la fiesta corre por cuenta de su papá, teniente coronel del glorioso ejército de la república— y, atrincherado, escucho el último informe de los servicios de inteligencia:
—Ya no anda con él —me dice el espía, cuyos rasgos apenas se distinguen, gracias a algunos súbitos flashazos provenientes del campo de batalla. Desde nuestra posición, debido a las luces que se prenden y apagan sin más sentido que el azar, sólo podemos ver brazos en movimiento, en todo lo alto, y aspectos generales de los rostros: un ojo, un nariz chueca, un cutis pálido, otro rojo, una boca que grita, otra más que permanece cerrada, y en medio de ese oleaje de cuerpos, el objetivo: Rocío.
—Pero por ahí anda ese pendejo —respondo, molesto porque la licenciada-anfitriona no se aseguró por sí misma que el sujeto fuera excluido de la fiesta.
Pese a la adversidad, sigo agazapado, observando a Rocío, bien quieto, a la espera del una oportunidad, una debilidad en su semblante. Mientras tanto, Rocío gira alrededor de la pista de baile al ritmo de una canción cuyo interpreto desconozco, pero ahora eso no importa.
El espía me comenta sus conclusiones: al parecer la capacidad de respuesta del enemigo es nula. “Al parecer”, chingao, ¿te imaginas que a Eisenhower le hubieran dicho la víspera del Día D: señor al parecer los nazis están dormidos? Te hubiera mandado fusilar, por pendejo, pienso y vuelvo a ubicar la posición de Rocío.
El vestido negro que usa esta noche resalta su blancura. Observo su espalda. Una telaraña de tirantes lo mantiene en su sitio. La curva de sus nalgas es un radio que se describe perfecto y que visto en perspectiva se transforma en un volumen bien formado. Su pecho, a medio descubrir, se adivina firme, y la sonrisa de dientes blancos que casi brillan en la oscuridad, emite una señal que el radar capta sin distorsiones.
La canción termina. Roció atraviesa la pista y se dirige al elevador. En la mano sostiene un teléfono celular y la pierdo de vista. Ha llegado el momento. Los tambores de guerra suenan, y la caballería se prepara a embestir al enemigo.
Me alisto, oculto en la trinchera (la trinchera es la silla donde estoy sentado, sosteniendo el fusil-vaso de tequila que el mesero se empeña en recargar cada vez que está a punto de quedar vacío; el servicio es de primera y todo por cincuenta pesos). Pasan cinco, diez, quince minutos y sospecho que sus padres han venido por ella. Una hija de las dimensiones físicas antes descritas, debe cuidarse celosamente de las garras de algún tipejo ansioso de tenderla en una cama para las escaramuzas, los escarceos, amarla un poco si le place, explorar su territorio, clavar la espada en la tierra y gritar al termino de la batalla ¡Esta tierra es mía!
De cualquier manera, vigilada o no, cuando le plazca, se tumbará sin que la obliguen en el camastro del primer hotel barato que cualquier cabrón pueda pagar, aunque huela a caño o jabón barato.
Los minutos pasan y comienzo a perder el interés en el objetivo, bajo las armas y mi atención se fija en las luces del techo o en las personas que ahora bailan twist, pero la alta responsabilidad de velar por la seguridad de las tropas, previendo un ataque sorpresa, me devuelve a la realidad de la misión.
Roció aparece. Camina rápido, agitada, quizá por el regaño de su padre quien le ha dicho “ya es hora”, o por la súplica de mamá para que regrese temprano.
La orden ha sido comunicada, suena el clarín, me levanto con gran ímpetu—la moral de las tropas en todo lo alto—, atravieso la pista con la mira puesta en el objetivo y el vestido negro, centelleante por las piedrecillas de bisutería y las luces, me guía en la oscuridad relativa. Rocío da la vuelta a una mesa, yo lo hago por el otro lado, la sigo hasta su lugar, cierro la pinza y ahí, con voz de mando, la mirada clavada en sus ojos negros y mi mejor sonrisa, le digo:
—¿Bailamos?
Me mira unos segundos, sonríe tímidamente. El ataque sorpresa ha funcionado, Rocío está desubicada y en su cabeza da vueltas la llamada de sus padres, la imagen de su ex que ahora baila con una flaca pinchísima, mi sonrisa, mi voz, mi aspecto.
Cuando el humo de la artillería y las balas se disuelve lentamente, me contesta: —Déjame ir al baño.
Quisiera suponer que fue tal la impresión que acabo de causarle a Rocío, que casi se orina por el impacto del ataque relámpago, un blietzkrig protegido por la oscuridad del salón y la música, pero no, no creo que las cosas sean así. Se me hace que fue un pinche pretexto. La canción que suena, Procura, de Chichi Peralta está a punto de terminar. Qué injusta es la vida, por eso no soy estratega, ni mariscal, ni vigía. Errores de cálculo como el que acabo de cometer han causado tragedias y arrasado ejércitos enteros, inspirando plumas avergonzadas que escriben discursos donde se asumen las responsabilidades del fracaso.
Rocío por fin sale del baño, tomo su mano fría, húmeda, qué bueno que se lavó las manos. Empezamos a movernos. Ella es ajena al baile y a la música. Su mente y sus ojos están en otro lado. Creo que busca al pendejo de su ex, para ver si le da permiso de mirarme. Rocío siente el peso de mis ojos que no se le quitan de encima, voltea temerosa y me encuentra.
Procura seducirme muy…despacio…
—¿Tú eres Rocío, verdad?
Y no reparo de todo lo que en el acto te haré…
—Sí, ¿por qué? —me responde, como burlándose.
Muevo la cabeza negando, restándole importancia. ¿No cree que sea absurdo bailar con un sujeto y no saber siquiera su nombre?
Procura coquetearme más…y no reparo de lo que te haré…
—Por si el dato es relevante, me llamo Ricardo —le digo, riéndome en su cara.
Chichi Peralta termina de cantar. Las demás parejas buscan sus asientos y sus bebidas, mientras yo le grito al diyei que ponga la canción de las luchas, la del Santo y el Cavernario. Jamás he sabido cómo se llama ni quién la canta. Pero Rocío interrumpe mi solicitud diciéndome que se va a sentar.
—¿Por qué? —le pregunto.
—Porque sí, ya me cansé.
Cuando un conflicto bélico se da por perdido, el uso de armas químicas, biológicas o nucleares está permitido, aunque sea una medida desesperada, condenable e injustificada, sobre la cual se escribirán centenares de páginas durante muchos años.
—Okay. Qué linda, eh. Nunca cambies. Vales mil. Multiplícate por cien. Te-ku-eme.
—Pinche Ricardo, cómo eres wey, eso no se dice….
—Sí, cabrón, tú lo dices aquí sentadito pero ya te quiero ver allá en el frente, con
ella.
Se escucha la trompeta de retirada. Los pocos hombres que aún quedan, corren en desbandada, huyendo hacia todas partes. La aviación enemiga se acerca. Estamos perdidos.
Y a beber, pues ya el imperio está perdido: Rocío se besa con el pendejete ese, la mitad de la flota se hunde en el canal, las olas arrojan sobre la playa los cadáveres de centenares de soldados y varios kilos de peces muertos, ahogados por la sangre en el agua.
El vaso se llena milagrosamente una y otra vez, y cuando menos me lo espero, a ritmo de Fue en un cabaret donde te encontré bailando, entre nebulosas y aros de hielo seco, una flaca pinchísima, que creo haber visto alguna vez, me besa como si el mundo se fuera a terminar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario