En el principio, la información. Hay que estar enterado de los problemas que agitan al país y a este mundo donde nos tocó vivir, formarse una opinión, por lo menos para tener plática en una fiesta y con suerte (con mucha suerte), impresionar a una chavita.
Después de levantarme —no sin muchos trabajos—, salgo del departamento a comprar La Tribuna. Las zapaterías levantan sus cortinas y tiro por viaje la dueña del puesto de periódicos discute con las empleadas de El gallo de León cuando inundan la zapatería y la acera con una marejada de agua y jabón que humedece las revistas y las hace invendibles.
Poco a poco la avenida va llenándose de coches y claxonazos como respuesta a la incapacidad vial de algunos conductores; a ambos lados de la calle, decenas de personas se dirigen al metro. Mientras la doña me da el cambio, leo la primera plana pero un chiflido me interrumpe. En un momento dado, mi pensamiento deduce, en un mecanismo que no puedo explicar, que el chiflido se parece al de ayer y también al de anteayer. ¡Basta de casualidades! Estoy harto de suponer que la vida es una cadena de coincidencias. Otra vez el silbido, semejante al que lanzan los hombres cuando una mujer de no malos bigotes se pasea por ahí. Vuelvo mi rostro hacia la zapatería de Armando, el libanés, El gallo de León. Una de las empleadas, en plena faena de limpieza, se ríe justo cuando la observo. A su lado, otra empleada vuelve su cabeza rápidamente hacia el suelo mientras exprime un trapeador. Las dos ríen, y algo murmuran entre sí. Sin dar importancia al detalle, regreso a casa para leer el periódico y seguir disfrutando de las vacaciones.
Al día siguiente, la rutina indica que al levantarme debo ir al baño, orinar con escándalo y espuma, echarme agua en la cara, eliminar la saliva seca de la boca si es que existen rastros, desalojar de los ojos, con los dedos índices, las legañas del sueño y utilizar el agua para aplacar el cabello. Las buenas conciencias dicen que lo primero que uno debe hacer al levantarse es cepillarse los dientes. Yo lo hago después de desayunar, de preferencia cuando estoy en la regadera.
Un chicle de hierbabuena me quita el sabor a centavo en la boca. Quiero saber si Marcos y sus huestes, han traspasado de nuevo el cerco del ejército, allá en Chiapas. En la calle, el barrendero junta los desperdicios del fin de semana mientras la barredora eléctrica humedece la calle al tiempo que sus escobas giratorias atrapan algunos papeles.
La señora del puesto, con sus bigotes de aguamielero, me ve a la distancia, antes de cruzar la calle de Maceo, y busca el diario que guarda dentro del puesto. “Si no se lo aparto, lo vendo, joven”, me dice mientras observo sus plastas de maquillaje que la hacen parecer artesanía del mercado de San Juan. El chiflido aparece casi de inmediato. No hay duda: proviene de la zapatería. Alguna de las dos empleadas silba cuando me ve. Es un piropo hacia mí.
La señora del puesto, divertida con lo que sucede, ríe y me pregunta: “¿Quieres que te presente a la Eva?”
“La Eva” repito yo, con sarcasmo. A mí que me importa la empleada de una zapatería, pienso. Camino rápido a casa antes que “la Eva” venga a conocerme.
Pero la emoción es inocultable. A una admiradora no se le hace el feo y como quiera que sea se siente bonito. ¿Será en serio o sólo la hace para molestarme? Pues a averiguarlo de una vez, la cochina duda me mata e interrumpe mis pensamientos. Pero primero un regaderazo, no voy a caminar por ahí con el pelo revuelto y la ropa que me puse ayer.
Ya de regreso a la zona de los chiflidos, camino despacio, con seguridad. Me puse mi camisa nueva. La bigotona debe estar dentro del puesto, ya que no la veo estorbando con su gran volumen el paso entre la zapatería y el tugurio donde se gana la vida. Paso por la entrada del Gallo y disimuladamente, por el rabillo del ojo, busco a la tal Eva. No se ve recargada en la vitrina esperando un posible comprador. Debe estar en la bodega guardando zapatos. Ni modo. Pero falta el regreso. Voy por un mazapán, a la tienda de Antonio, así hago tiempo y espero a que salga de la bodega. Ahora sí, al fondo, está “la Eva”. La miro unos segundos, se da cuenta que la observo, se lleva los dedos índice y medio a la boca y chifla como arriero, con fuerza, lastimando el tímpano de su compañera, que celebra la acción con una risotada. Bueno, de algo estoy seguro: me chifla a mí, pero está muy pinche fea.
Eva es delgada, de piel más pálida que blanca, pantorrillas delgadas, casi pegadas a los huesos (raquíticas diría yo). De sus encantos mejor no hablo. El color de sus ojos es extraño: a veces parece de color violeta y luego gris. No usa pupilentes, eso está claro. Pelo oscuro, hasta los hombros. No es mala onda, pero no puedo platicar de nada con ella. Terminó la secundaria con trabajos, según me platicó el otro día. He notado que sus zapatos piden un relevo con urgencia —y eso que trabaja en una zapatería— al igual que el resto de su ropa roída por todas partes. Pero que puede hacer: le pagan el mínimo.
Hace tres días me dio su número telefónico e insiste con que le hable por la noche. Estoy llevando muy lejos este jueguito. Yo tengo la culpa por llevarle mazapanes cada que pasó por ahí, como si no tuviera cosas qué hacer. Mis caminatas acostumbradas en busca de chavitas por las cercanías del barrio las he modificado: vaya a donde vaya, tengo que pasar por la zapatería. La Eva cree que ahora la cosa va en serio. ¿Para que la llamo si yo no quiero nada con ella? Pues ahora le hablas, cabrón, por andar dándole alas, me digo.
Por la noche a eso de las nueve, marco el número. ¿Dónde vives? En Puerta Grande. Puta madre, zona residencial. ¿Y qué haces? Toy viendo la novela. Qué padre. ¿Tienes hermanos? Sí, un hermano más grande. Es taxista. Estupendo. El cuñado perfecto. Sale, Eva, hasta mañana. Hasta mañana.
Así no se puede, de veras.
Los siguientes meses, me levantaba cada vez más tarde, por lo que mi mamá iba por el periódico. Dejé de ver a Eva como dos meses. Un día me levanté temprano y fui por La Tribuna. Cuando llegué al puesto, busqué a Eva trapeando la zapatería pero no estaba. Ni siquiera la otra que se reía con ella por los chiflidos. Dos empleadas que no conocía, trapeaban. ¿Oiga señora, y la Eva?, le preguntó a la bigotona. “Ya no trabaja aquí, joven, quesque se iba a poner a estudiar para no ser una zapatera”.
La Eva se fue y no me despedí de ella. Mejor. Las clases sociales no pueden mezclarse por más que se quiera.
Meses más tarde, como a las nueve de la noche, regresaba a mi casa y me la encontré. Iba abrazada de un tipo de aspecto temible. Me dio temor. Creí que, buscando venganza por haberle hecho de chivo los tamales, azuzaría al tipejo ese para que me golpeara. No pasó nada pero cuando sus ojos me miraron fijamente, creí que iba a valer madres.
Ilustración: Adán y Eva de Ángel Zárraga (1904).
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