miércoles, enero 16, 2008

El Nivel

A pesar de que no soy un bebedor ocasional ni promedio, esta bodega de textos abandonados no puede dejar de escribir algo, aunque sea un abrevadero de lugares comunes, acerca del cierre de la cantina El Nivel, uno de esos lugares que al perderse implican la pérdida de la memoria urbana e histórica, así como la referencia de las formas o modelos de convivencia de una sociedad determinada. Su pecado: ocupar el edificio que albergó la primera sede de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Los leguleyos de la "Máxima casa de estudios" encontraron algún mecanismo en los meandros del derecho para cerrar de por vida El Nivel, lo que me hace pensar varias cosas: ¿por qué estos brillantes abogados no han podido recuperar las decenas de aulas o el Auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras de las manos de las dos ¿o son tres? personas que integran del CGH (Consejo General de Huelga) desde 1999? Al parecer, dentro del propio campus de la UNAM puede tomarse lo que sea, quemar la puerta de rectoría o provocar pleitos en los partidos de los Pumas. El resultado: cero detenidos o desalojados. ¿Y El Nivel? Cerrado, pues está ubicado en la sacrosanta construcción de la primera sede universitaria. Vale la pena mencionar que C.U. es una isla rodeada de cantinuchas disfrazadas de loncherías.
La UNAM es la responsable del cuidado de decenas de edificios históricos, pero sus abogados cierran para siempre un lugar de reunión, histórico por exhibir la licencia número 1 que se expidió en la ciudad de México para vender alcohol. Hoy, a Marcelo Ebrard el INAH lo acusa de destruir edificios construidos antes del siglo XX en el centro de la ciudad. Edificios que nadie recuerda: ¿alguien acusará a la UNAM de destruir la memoria urbana de esta ciudad?


Fotografia propiedad de Mon.photo.com copyright 2006

Sobre el cierre de la cantina "El Nivel"

A pesar de que no soy un bebedor ocasional o promedio siquiera, el repentino cierre de la famosa cantina El Nivel merece un comentario en esta pobre bodega de textos abadonados. Según escuché esta mañana en las noticias, la cantina con la licencia número uno expedida en la ciudad de México para la venta de alcohol, acaba de cerrar sus puertas para siempre debido a que le tocó la de malas al estar ubicada en el antiguo edificio que albergó a la Universidad Nacional Autónoma de México. Las disposiciones jurídicas son un meandro difícil de sortear: los leguleyos de la UNAM lo saben bien, así que es probabe que hayan dispuesto de métodos infalibles para cortar de tajo con una de esas partes de la ciudad que son historia pura. ¿Importa que ahí debajo, en la sacrosanta edificación de la primera sede la UNAM exista una cantina? ¿No es la Ciudad Universitaria un espacio rodeado de cantinuchas disfrazadas de loncherías? Me extraña que las autoridades de la UNAM no hayan actuado de la misma forma con las personas que mantuvieron o aún mantienen, no lo sé con exactitud, tomados decenas de salones y el Auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras. Eso sí atenta con la cacareada autonomía universitaria, no una cantina histórica, punto de reunión y encuentro de varias generaciones.

Ojalá que se organice una marcha para impedir este atropello; cosas peores le han pasado a la UNAM.

jueves, enero 10, 2008

Quince primaveras

A Rafael Toriz, con afecto y pura piel.


“Quince años, quince añotes, Kikis, y parece que fue ayer cuando, cual botón de rosa brotaste…” le dice el Santos a la Kikis Corcuera durante su presentación en sociedad, en una fiesta “fina”, donde la prohibición a la salsa queda abolida cuando la festejada termina seducida por las notas de la música y el ritmo del Peyote Asesino. Si bien el cartón no explota al máximo los lugares comunes y el mal gusto de las fiestas de quince años, el discurso del Santos es una exposición de lo barroco, chocante y melifluo que puede llegar a ser un padre de familia cuando toma el micrófono y presenta a su hija a la sociedad (que, curiosamente, se compone de los familiares y amigos de la quinceañera, es decir, no se le presenta ante desconocidos).

El dinero que se invierta en la celebración bien podría destinarse a un fideicomiso para la universidad de la festejada o para llevarla de viaje fuera del país. Sin embargo, la tradición se impone, aunque cada vez más en desuso, sobre todo en estratos sociales altos, que prefieren centros nocturnos de moda, aun y cuando el volumen de la música imposibilite la capacidad de diálogo.

Sin lugar a dudas, las fiestas de quince años con chambelanes, pastel de tres pisos y escalinatas de cartón, valses —adicionadas con bailes modernos que van desde el rock’n’roll pasando por el chachachá y rematando con raeggeton—, forman parte de la cultura mexicana. La fiesta tiene su origen, se rumora, en las tradiciones aztecas. Las muchachas que estaban en edad de tener más responsabilidades en el hogar eran presentadas en el barrio. Desde ese momento se preparaban para el martirologio del matrimonio. La costumbre no terminó con la conquista española, y con Carlota y Maximiliano, ya en el siglo XIX, se incorporó la figura del primer baile, costumbre de las cortes europeas que consistía en una presentación ante la sociedad de una linda jovencita que por primera vez “movía el bote”.

Si bien los usos prácticamente no han cambiado, en algunas ocasiones se puede atestiguar que, además de reafirmar que la niña se ha convertido en mujer, se lleva a cabo el acto de la “coronación”. Este consiste en que mientras la festejada baila, un grupo de “notables” (mujeres con alguna gracia o alta calificación moral dentro de la familia) le colocan una corona de plástico y un cetro, aunque no le indican a quienes habrá de llamar plebeyos.

Las palabras del padre de familia son un compendio de lugares comunes donde todos los recuerdos, por más penosos que sean, se exhiben sin decoro. Con la multitud en silencio, el padre se referirá a ella con voz grave y a la vez emocionada. Es altamente probable que derrame algunas lágrimas o deba interrumpir su discurso, generalmente improvisado. En ocasiones, las más de las veces, el padre se queda callado por razones etílicas siendo altamente probable que llegue utilice palabras altisonantes que enturbien la ceremonia y hagan las delicias de la concurrencia. A lo largo de su intervención, el padre le pedirá a la niña-mujer que siga siendo buena como hasta ahora, que no deje la escuela, que es “lo único que le van a dejar en la vida” y acto seguido agradecerá a la concurrencia por haberlos acompañado. No sospecha, o finge no hacerlo, que su hija ya ha sido objeto de un análisis profundo en materia de moda, modales y postura. Al ser el objeto de todas las miradas, a la quinceañera se le criticará que el vestido se vea demasiado artificial o que luzca demasiado apretado, además de que puede ser el blanco perfecto de chismes y burlas al sobrevenir algún error en la maroma reaggetonera, o al momento que sus chambelanes deben cargarla con esfuerzo (aunque esté de moda ser obeso no deja de ser de mal gusto).

Un brindis sella la ceremonia de presentación; todos levantan sus copas y desean larga vida a la quinceañera, apuran su trago y se disponen a cenar, pues nadie, a las once de la noche, después de haber oído misa y escuchar los ripios de un padre emocionado, perdona una deliciosa cena.

Tras los momentos de seriedad viene el festejo en serio. La fiesta debe ser amenizada de preferencia con un conjunto en vivo, que de cuando en cuando lanzará dianas a la festejada y organizará brindis al por mayor. Si no se cuentan con los recursos necesarios, un diyei puede hacerse cargo de la música, siempre que sepa organizar su acervo musical y no se “clave” en la música disco o en el pasito duranguense: la gente agradece la variedad, pero no aguanta salsas de media hora de duración. Debe evitarse la contratación de un músico que resume a una banda de doce integrantes en un teclado Yamaha: las trompetas de una cumbia o las tarolas de la música norteña saben a comida sin chile: es como comer en blanco y negro.

El menú de la cena desata discusiones. Los partidarios de las cremas, el spaghetti y las carnes en adobo atacan los experimentos de la alta cocina o las ganas de servir algo distinto, aunque rara vez, tirios y troyanos dejan los platos vacíos. Una mala cena puede disculparse, no así la carencia de bebidas alcohólicas. Si las botellas se reparten sin ton ni son, y sin distinguir razas o credos, la fiesta tiene garantizado el éxito; cuando el mesero se disculpa porque ya se acabaron las botellas de El Jimador, la tacañería o “pichicatez” de los anfitriones sale a relucir: la fiesta no tuvo ambiente.

Hay quienes consideran que las fiestas de quince años son una muestra fehaciente del mal gusto mexicano, como la música de Rigo Tovar, pero son pocos los que se niegan a asistir a una celebración de este tipo, de la misma forma en que cada vez que suenan las notas del Sirenito, el público se levanta presto de sus asientos, con el pretexto de “bajar” la cena.

Tras varias horas de baile y alcohol, la quinceañera, a pesar de su amplio vestido, desaparece por unos momentos. Su ausencia se explica porque si su padre ha dicho que ya es una mujer, no falta el vivo que decide pasar de la teoría a la práctica: busquen a la quinceañera en la zona más oscura o alejada del salón: está besándose apasionadamente con un chambelán o con alguno de sus compañeros de la escuela.

martes, enero 08, 2008

Detrás de tu rostro ruindad.

Cuando supo que podría montar a caballo y recorrer una extensa franja de playa casi virgen, Augusta Caramelo no dudó en sacar la tarjeta de crédito, pagar por adelantado varios días de estancia y ordenar un bloody mary, el primero de la mañana. Si bien durante su niñez ni siquiera montó un pony, cuando tuvo edad de decidir su destino y dio rienda suelta a sus talentos y oficios, pudo darse el lujo de pagar clases de equitación, aunque jamás tuvo corcel propio.
Tras acomodarse en la habitación y beberse el segundo bloody mary, Augusta fue a las cuadras para seleccionar el mejor ejemplar, pues ella estaba acostumbrada a lo mejor. Un atento palafrenero la acompañó de cerca, incomodando a Augusta porque no dejaba de mirarle las piernas y las nalgas. Los caballos no le parecieron tan hermosos ni espectaculares, como afirmaba el folleto que le habían dado en la recepción. Se fue a la alberca, donde pasó la mayor parte de la tarde, después comió alimentos bajos en grasas acompañados por un bloody mary doble y cuando el sol iniciaba su descenso en el horizonte, regresó a las cuadras y eligió un alazán. El palafrenero fisgón le dijo, antes de enfilar hacia la playa: “No se acerque al jinete que se aparece por ahí”. Augusta lo ignoró y, con destreza, llevó al caballo hacia la playa desierta, a paso lento, justo en el límite a donde llegaban las olas.

Se animó a cabalgar más a prisa, a pesar de que algunas gotas le salpicaban las piernas. La suave brisa alborotaba sus cabellos y ella se soñaba como la última amazona del mundo. El sol se iba ocultando, la marea crecía y algunas nubes negras se acercaban. Augusta recordó que en la televisión habían dicho que llovería ligeramente con posibilidad de tormenta. Augusta se vio a sí entrando al lobby del hotel completamente empapada y la idea le pareció repugnante. Antes de detener al alazán y volver a las cuadras del hotel, a lo lejos divisó a otro jinete que se le acercaba a toda velocidad. Debido a la distancia que los separaba, Augusta no alcanzaba a distinguir sus facciones, pero por la larga cabellera que se agitaba con el viento, supo que era una mujer. “Domina muy bien al caballo”, pensó y la sola idea de verse opacada la enfureció. Había pensado en irse a saborear otro bloody mary doble pero el deseo de demostrarle a esa advenediza quién era quién, era mayor que cualquier antojo. Augusta clavó los talones en las costillas al alazán, inclinó su cuerpo hacia las crines, y sin perder de vista al jinete que ya se aproximaba cada vez más, actuando el papel de una heroína medieval en pleno torneo, enfiló al caballo hacia el otro, hasta que los metros se convirtieron en centímetros y luego en milímetros y el choque terrible de dos animales desbocados no llegó jamás porque Augusta y su montura fueron a estrellarse contra una superficie plana, que al partirse en miles de pedazos, dejó al descubierto el engaño de la playa virgen: se trataba de un espejo muy largo, tanto que Augusta alcanzó a ver como aparecía la mitad verdadera del sol, que ya estaba por enfriarse bajo el mar. Sin espejo de por medio, apareció una playa desolada y sucia, llena de huesos y basura. Algunos pescadores corrían hacia a Augusta, para ver si estaba bien, si necesitaba auxilio. Antes de exponerse al contacto con esas personas sudorosas y malolientes, Augusta se subió al alazán que sangraba profusamente del hocico. Regresó lo más rápido que pudo al hotel. Ya había anochecido y una ligera llovizna comenzó a caer. El palafrenero ya no estaba y Agusta metió al caballo a la cuadra. Subió a su habitación, tomó sus cosas, canceló la reservación y se marchó del hotel.

Hacia las diez de la noche se registró en un hotal más barato que el otro, aunque no por eso menos lujoso y complaciente con los huéspedes, al grado de que entre dos cargadores sacaron del cuarto de Augusta la cómoda con espejo, mientras una recamarera colgaba una frazada en la luna del baño.

Además, mientras degustaba a toda prisa un bloody mary cargado en exceso, se deshizo de su espejo de bolsillo: podía soportar panoramas horrendos y desolados pero no quería descubrir detrás de un cristal fragmentado, el recuerdo de su vida pasada, tan terrible como inolvidable.

lunes, enero 07, 2008

En la tierra como en el cielo (otro cuento de "Las vacaciones extraordinarias de Augusta Caramelo")


Certero y veloz como una flecha, el clavadista apenas agitó el agua. Tras unos segundos, el joven regresó al trampolín para seguir practicando. Del otro lado de la alberca, Augusta Caramelo bebía un bloody mary, y se preguntaba si ella sería capaz de contorsionar el cuerpo en el aire y acomodarse para no caer de panzazo. El seseo de las olas se apreciaba a lo lejos, la tarde se consumía y ya no hacía tanto calor. El clavadista volvió al trampolín, tomó más altura e impecablemente entró al agua. Augusta bebía con cadencia el bloody mary. El siguiente clavado la sorprendió porque el joven alcanzó una altura semejante a la del hotel, que contaba con quince pisos. “¿Se te subió el vodka?”, se preguntó, pero al tercer clavado el joven comenzó a dar vueltas en el aire, elevándose cada vez más, superando el hotel. Augusta, con el vaso de bloody mary pegado a los labios, no perdía de vista el punto negro que le recordó los globos extraviados en el cielo. La bebida se le terminó igual que la paciencia para aguardar el regreso del clavadista, cuya silueta era imposible distinguir a la luz del crepúsculo. Augusta regresó a su habitación y se durmió.


A la mañana siguiente, armada con un nuevo bloody mary, regresó a la alberca y se acostó en el mismo camastro. Notó que a diferencia de la tarde anterior, la alberca estaba llena de niños, que chapaleaban dando brazadas desiguales. Cuando terminó de untarse el bronceador, Augusta miró hacia el cielo. Distinguió la silueta que ya regresaba para cumplir su meta, descendía despacio, o al menos así lo notaba ella, que se preguntaba si por la caída, el joven podría controlar la velocidad y la postura. Los niños empezaron a jugar a la ronda acuática. Cuando ya se apreciaba la marca del traje de baño del clavadista, una voz anónima gritó al descubrir que un bulto descendía a toda velocidad. Los niños, paralizados al observar al hombre que giraba, sólo atinaron a extender el círculo de la ronda, lo que permitió al clavadista corregir la postura y penetró en el agua sin mayores problemas. Los bañistas aplaudieron la temeridad de aquel hombre, quien, segundos después, salió de la piscina y se marchó.


Augusta Caramelo se bebió de un sorbo el bloody mary, y caminó hacia su habitación. Empacó sus cosas, canceló su reservación y se fue a otro hotel, que se distinguía del resto por contar con albercas techadas y sin trampolines.

domingo, enero 06, 2008

Rumor de olas que se van


Cubierta por una sombrilla de plástico, Augusta Caramelo observaba a las personas que habían convertido la plácida vista de la bahía en un telón de retazos multicolores, pelotas playeras, trajes de baño y toallas. En vez de escuchar el suave seseo de las olas, Augusta soportaba la férrea competencia de un centenar de grabadoras que emitían reggaeton, bachatas y cumbias. La playa se había convertido en una extensión de la cantina o de algún salón de fiestas.


Arrepentida por haber salido en temporada alta, Augusta Caramelo reflexionaba, mientras bebía un bloody mary: “Sólo a mi se me ocurre venir a la playa en estas fechas. El agua está llena de aceite, el aeropuerto a reventar. Ningún espacio es mínimo para el populacho…”

Se disponía a elaborar una teoría del espacio en el transporte colectivo, pero el alarido de la masa sorprendida la hizo mirar otra vez el mar. Una inmensa ola se elevaba majestuosa, mantuvo el equilibrio unos segundos, el tiempo necesario para cubrir con una sombra oscura a la arena y a la gente, quien, paralizada, no atinaba a salir corriendo, sacar una fotografía del aquel muro de agua o hincarse ante la fuerza del océano.

La ola se derrumbó sobre la playa, y arrastró hacia el agua grabadoras, sombrillas, hombres, mujeres y niños. Paralizada, Augusta Caramelo sostenía su vaso de bloody mary, muy cerca de sus labios. La tranquilidad volvió a la bahía. El cielo se hizo más azul. Se percibía con claridad el oleaje y el arrastre de la arena. Un grupo de gaviotas planeó sobre la playa deshecha; el mar se volvió cristalino, desaparecieron las capas de orines y sudor y, cuando parecía que brotarían nuevas palmeras, cientos de brazos se agitaron sobre el agua, al tiempo que las lanchas salvavidas aceleraban para sacar del agua a los bañistas que ya se ahogaban.

“Salud”, le dijo Augusta Caramelo al mar, bebiéndose de un trago el bloody mary. Se puso el pareo, tomó su abultada bolsa y caminó hacia su hotel donde canceló la reservación, pagó lo que debía y se fue a buscar una playa exclusiva, para no atestiguar el grotesco espectáculo de la masa que ya se agrupaba de nuevo, tendía las toallas sobre la arena y extendía su monótono rumor por todos los rincones de la costa.

sábado, enero 05, 2008

Guitar Hero

I wanna rock and roll all nite
and party every day
KISS


Enfundada en un coqueto pantalón de vinil negro, Georgina La Loca demuestra su maestría en la guitarra. Tras un inicio meteórico que la ha llevado a ella y a su grupo a transitar por foros disimiles (tocadas en patios particulares, gira internacional por Inglaterra y Japón), la diva ha demostrado que no sólo es capaz de tocar Muñeca de Cartón, sino piezas más exigentes como Welcome to the jungle de Guns N’ Roses o The number of the beast, de Iron Maiden.

Por si fuera poco esta demostración de destreza y talento, Georgina corre, salta y realiza malabares que ya hubiera querido hacer el mismísimo Jimmy Hendrix. Su colección de guitarras aumenta tras cada presentación, lo mismo que su fortuna, que invierte en nuevos modelitos, siempre ajustados y coquetos, lo que permite ver a sus desaforados fans las turgencias de su carne.

Lo anterior no es más que una introducción novelística, bastante menor, para hablar acerca de un juego que ha cobrado popularidad en todo el mundo y que le ha permitido a este aporreador de teclas cumplir un sueño frustrado por la falta de talento o disciplina: ser un rock star. Guitar Hero ha vendido varias millones de copias y según un artículo publicado hace unos días en el periódico Milenio, el juego se ha convertido en el nuevo pretexto que reúne millones de personas a rockanrolear, bajo la premisa de que gana quien acumule la mayor cantidad de puntos posibles.

Para quienes como yo no pasamos del circulo de sol o de do, tocar a la perfección Black magic woman o Paranoid, significa mucho, lo mismo que poder tocar con una Gibson SG o la mítica Les Paul. La importancia puede parecer banal, pero desde que festivales como el de Woodstock demostraron que la fuerza hipnótica de una guitarra en reverberación que arde sobre el escenario es capaz de concentrar la atención de decenas de miles de espectadores, así como de transformar esas hazañas en iconos generacionales, confirma que en algún sitio de nuestro más profundo subconsciente, vive el anhelo de convertirnos algún día en el centro de la miradas que observan, mientras escuchan el ritual mágico de hacer sonar una guitarra que atrapará sus almas para siempre.

Alguna vez soñé con estar arriba de un escenario y en cierto sentido lo logré con un grupo de amigos que conformamos El ocaso de los Dioses, nombre seudointelectual de alcances filosóficos que a duras penas participó en un concierto pro-zapatista y en una tocada organizada por nosotros mismos, donde cobramos 30 pesos la entrada, ya hace algunos años. (Ciertos detalles de esta aventura se narran en mi primera novela El jardín de las delicias, que ojalá aparezca ya en las librerías antes de que la ciudad de México se quede sin agua de verdad).

Al disolverse el Ocaso de los dioses, me conformé con el recuerdo de glorias pasadas y a admirar más a grupos como The Beatles o a The Doors. Una de las críticas frecuentes que me atrevo a lanzar al rock hecho en este país es que, de la misma forma en que como nación no tuvimos “ni edad critica ni revolución burguesa ni democracia política: ni Kant ni Robespierre, ni Hume ni Jefferson” (Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, Octavio Paz), en el mundo del rock, no tuvimos ni Revolver ni Dark Side of the Moon ni Led Zeppelin II: ni Lennon ni Waters ni Page. Lo peor es, sin duda, que el panorama luce desolador: como el campo mexicano, no tendremos de otra más que seguir importando y escuchando música del otro lado, con los riesgos y consecuencias que eso acarrea.

Como quiera que sea, Guitar Hero me ha ofrecido la posibilidad de asistir al espectáculo que es en sí el público; escucharlo cómo corea las canciones, bate las palmas y agita los brazos, y de compartir un buen momento con mis amigos más cercanos, para quienes nos resulta imposible renunciar a la esperanza de que algún día llegará otro Nirvana que nos saque de la oscuridad de esta época light, donde ya cualquier hijo de vecino compone canciones punk cuyo contenido contestatario versa sobre el rompimiento de una pareja o sobre la imposibilidad de usar un viejo jersey porque mamá lo acaba de lavar.

Otra cosa que debo agradecer a Guitar Hero es la posibilidad de ver a Georgina La Loca (mi álter ego, como ha apuntado algunas veces Rafael Toriz, aunque por supuesto, eso no sea cierto) tocando en vivo arriba del escenario. Quisiera verla junto a las Amazonas Irredentas, pero ya sería mucho pedir. Me da gusto por ella, se ve sana, fuerte y más buena que nunca. Creo que ha dejado el alcohol, aunque tras bambalinas quién sabe.

Como dice Alex Lora: “¡Y que viva el rock’n’roll!”