lunes, julio 23, 2007

Algunas reflexiones sobre el edifico Ermita (1).

De ciertos personajes históricos se ignora la fecha exacta de nacimiento. Ya sea por decisión propia —para desorientar a los enemigos o al futuro biógrafo autorizado—, o por la acción de una vela que cae sobre una cortina, provoca un incendio y arrasa con el registro civil, los signos de interrogación que escoltan al año de nacimiento se vuelven indicadores inequívocos de misterios que aclarar, safaris bibliográficos no exentos de peligros.

Con los edificios sucede algo parecido, sobre todo con las obras de la antigüedad cuya edad sólo puede establecerse a través de confusas crónicas o por medio del conocido método del “carbono 14”. Sin embargo, la fecha de construcción de algunas obras contemporáneas también viene escoltada por signos de interrogación. Porque, a ciencia cierta, ¿cuándo se termina un edificio? ¿En el momento en que la brocha oculta el último rastro del cemento gris o cuando las cuadrillas de trabajadores cruzan el límite entre la calle y la obra nueva para siempre? ¿O al ser habitado por aquellos para quienes se proyectó? Podríamos afirmar, como la teoría sobre la expansión incontenible del universo, que un edifico nunca se termina: aun y cuando su estructura permanezca intacta, quienes lo ocupen lo transformarán con el paso del tiempo, e influirá en su imagen la moda de la época o el mal gusto de sus propietarios.

El edifico Ermita, obra del arquitecto mexicano Juan Segura (México, D.F., 1898-1989), ubicado en el vértice que forma la avenida Jalisco y Revolución en Tacubaya, padece la misma suerte de aquellos que ignoran cuándo nacieron. Según Antonio Toca Fernández el edificio data de 1930, aunque hay quienes lo ubican en 1926, 1928 o 1932 y los legos afirman, con cierta petulancia, que se construyó en los años cincuenta. Tomemos como fecha exacta la establecida por Toca Fernández, porque, al ser un número cerrado, nos permite establecer más fácilmente la edad del Emita: en este año 2007 ha cumplido 77 años.

Polémico desde su construcción, el Ermita se levanta sobre las ruinas del palacete de la familia Mier (cuya fundación hoy en día continúa administrando el edificio). De la misma forma en que Cortés ordenó la construcción de la nueva ciudad novohispana sobre los templos prehispánicos, el Ermita bajó el telón de la era romántica y veraniega de la villa de Tacubaya.

Según crónicas de la época, los habitantes de Tacubaya (que para ese entonces ya formaba parte del Distrito Federal), miraban con malos ojos la construcción de aquella mole gris, que crecía por sobre las viejas construcciones de grandes ventanales y peanas, cornisas y portones de madera. El Ermita, un rascacielos para la época, transformó para siempre la imagen de la ciudad. Si antes el arco del triunfo de la familia Mier remataba el camino que venía desde Chapultepec hacia la villa de Tacubaya, ahora el Ermita se levantaba, imponente, solamente rebasado por la cordillera del Ajusco.

Obedeciendo a sus clientes de la Fundación Mier y Pesado, Juan Segura debía ante todo, generar ganancias con sus proyectos para financiar las obras de caridad emprendidas por la fundación. El inmenso terreno, más grande que la Alameda central, que nacía en la unión de las avenidas Real y Calvario hasta la calle de Martí, obligó a Segura a tomar una serie de decisiones que afectarían la historia de Tacubaya y de la ciudad de México: primero, cedió al municipio una extensa franja del terreno para ampliar la calle del Calvario, hoy Avenida Revolución, de 8 a 20 metros abriendo una profunda cicatriz, que como la gangrena que invade los huesos, fue extendiéndose sobre casi toda la superficie de Tacubaya.

El programa del edificio es una demostración de la audacia de Segura y de su amplio conocimiento de la arquitectura moderna. Consta de 3 tipos de viviendas: los estudios para una persona, otros de dos recámaras y los más grandes de tres, zona comercial en la planta baja y un cine. Según Toca Fernández “antes que Le Corbusier, Segura incorpora al edificio la idea de servicios y entretenimiento para los habitantes” aunque, a diferencia de las unidades habitacionales del arquitecto suizo-francés, los espacios comerciales y de esparcimiento, sólo están disponibles para los habitantes de las unidades.

Juan Segura aprovecha la “Y” que forman la avenida Revolución y Jalisco (antes calle Real) y proyecta el edificio a partir de una planta trapezoidal que se esfuerza por parecer un triángulo, y cuyo lado más estrecho —que es justamente el lado que se observa al recorrerse Revolución de norte a sur— se convierte en la fachada más importante de la obra, la más vistosa. Actualmente, el edifico se aprecia desde el paso a desnivel que divide Constituyentes de Pedro Antonio de los Santos. Esta fachada ciega (con excepción de un ósculo rectangular, que según el proyecto original llevaría un reloj), orientada hacia el norte, fue resuelta por medio de estrías verticales, que recuerdan a algunos detalles de la casa Ast en la Hohe Warte (1909-1911), Viena, de Josef Hoffmann. En mi opinión, el manejo de estas estrías se obtiene del desdoblamiento de una columna dórica, lo que acerca al edificio con la arquitectura clásica. Dicho recurso también se empleó en el pabellón austriaco en el Werkbund de Colonia (1914), obra también de Hoffmann, aunque en este caso sí se trata de verdaderas columnas rectangulares.

Gracias a su forma trapezoidal, el edificio Ermita revela al observador tres de las cuatro fachadas que lo componen. Las dos fachadas laterales (oriente y poniente respectivamente) son aprovechadas por Segura para iluminar los 52 departamentos del conjunto. En el espacio que corresponde al cine y que ocupa ambas fachadas, Segura, por medio de molduras y remetimientos, resuelve el gran macizo resultante, y por medio de unas placas metálicas que se asemejan a los triglifos del templo griego, y que no son adornos típicos del decó, Segura indica al observador la presencia de nueve armaduras de acero que soportan un mismo elemento con dos funciones: el techo del cine y un gran patio en el cuarto piso del Ermita.


Por increíble que parezca, un gran patio triangular funciona como área común y centro de actividades y roces sociales. En sus primeros años de funcionamiento, este espacio, vacío en la actualidad —lo que ciertamente le quita escala— estuvo amueblado. Mesas, lámparas y sillones hacían cómodo y funcional este gran lobby o recibidor, donde la gente, si así lo deseaba, recibía a sus visitas.

Se dice, aunque este tecleador no lo ha podido comprobar, que la estructura metálica que cubre el gran patio tuvo en sus orígenes un vitral de Diego Rivera, que desapareció inexplicablemente. Detalle que quizá tenga relación con las coladeras de piso que llevan en relieve el nombre del muralista mexicano.

El elevador es en sí mismo una pieza fundamental, no sólo por el servicio que brinda, sino por sus características. Fabricado por Otis, después de 77 años, se conserva prácticamente entero. Debe ser operado por una persona, quien tiene la obligación de cerrar la rejilla en forma de rombos y por medio de una manivela, semejante a la que se usaba en los barcos antiguos para comunicarse con el cuarto de máquinas, subir o bajar la cabina.

Algunos habitantes del edificio merecen una mención especial. Ramón Mercader, asesino de Léon Trosky, vivió en uno de los departamentos, que fungió, además, como cuartel general de los complotistas, entre quienes destacan Tina Modotti y Vittorio Vidali.

La maldita vecindad y los hijos del quinto patio, agrupación de rock y ska, oriunda de Tacubaya, ha utilizado la imagen edificio en algunos de sus videos y en las fotografías interiores de sus discos. Incluso, Rocco y Pacho, vocalista y baterista respectivamente, han vivido ahí.

A 77 años de distancia, el edificio Ermita ha resentido el paso del tiempo y la falta de mantenimiento. El impacto de las rentas congeladas, las crisis económicas y la falta de iniciativas privadas o desde el gobierno federal (INBA), que se encarguen de la conservación de esta construcción, patrimonio urbano y arquitectónico de la ciudad, han ocasionado que se cometan verdaderos crímenes en contra del Ermita, como lo son los anuncios espectaculares que lo convierten en un remedo de árbol de navidad, las capas de pintura verde, amarilla o negra que distinguen cada negocio en la planta baja, el desmembramiento de la gran sala de cine para construir otras más pequeñas, mal ventiladas y peor resueltas.

¿Podemos imaginar la “Pedrera” de Gaudí pintada de múltiples colores y rematada por anuncios de Coca Cola? ¿O el Empire State oxidado y con los vidrios rotos? El valor de los edificios radica en su memoria histórica, en la narración exacta del pasado contenida entre sus muros. Del respeto a estas construcciones depende en gran medida la vitalidad de las ciudades, como de la educación depende el desarrollo de una de una sociedad.

Sin importar la fecha exacta de su terminación para ser habitado, el Edificio Ermita es un personaje célebre dentro del gris y anodino contexto de una ciudad que a la manera de Saturno, devora a sus propios hijos.